domingo, 1 de septiembre de 2019

EN MEMORIA DEL REPORTERO HUMBERTO CASTILLO ANSELMI, EL CHIVO, MI MAESTRO Y AMIGO EN LA BÚSQUEDA DE LA NOTICIA.

TRIBUTO A LA MEMORIA DE HUMBERTO CASTILLO ANSELMI (EL CHIVO)
En Lima, 29 de agosto de 2019


Los actos conmemorativos del Sesquicentenario de la Batalla de Ayacucho, en diciembre de 1974, se realizaron en Lima y Ayacucho. En La Crónica, la de formato grande dirigida entonces por Guillermo Thorndike, como vocero de la revolución velasquista, el sobrio, enigmático, pero férreo y tenaz Alberto Guadalupe, el jefe de informaciones del diario, con cara de boticario, nos había encargado al Chivo Castillo y a mí la firma de la Declaración de Ayacucho, en Palacio de Gobierno, a las seis de la tarde, a pesar de que nuestro turno de reporteros terminaba a las cuatro. Aunque eran tiempos en que las ocho horas diarias se respetaba, a Guadalupe eso no le importaba y había que tolerarlo porque decía que lo hacía por la importancia del tema. Ja, igual era una jodienda suavecita. Casi nos va mal esa tarde. Después de entregar nuestras notas de la mañana, salimos del diario como a las tres de la tarde, abandonando esa especie de patio trasero del centro de Lima que era entonces el Jirón Andahuaylas, a media cuadra de la avenida Grau. Se nos unió el boa Rony Guerra y acordamos ir a matar el tiempo con unos tragos en el Bar Merville, en el jirón Quilca, a media cuadra de la Plaza San Martín, un bebedero de cerveza de tercera categoría que, en verdad, te daba la seguridad de que estabas en un auténtico antro, esos de novelas policiacas. Era un bar de broncas, de botellazos y chavetazos madrugadores. Pero, a esa hora de la tarde era un lugar más o menos tranquilo. Comimos algo y Rony pidió las dos primeras cervezas. 
– Un par, nada más. No se puede chupar tranquilo cuando hay que chambear –, dijo el Chivo, sin convicción alguna y con una sonrisa que denunciaba su inconsistencia. 
Y, en efecto, no fueron dos. Fueron como diez botellas que consumimos mientras hablábamos de cualquier cosa. Llegaron dos patas de La Prensa y la cosa se animó más cuando alguien pidió choritos a la chalaca. Total irresponsablemente nos olvidamos de Palacio de Gobierno, del sesquicentenario de Ayacucho y del buen Guadalupe y todo lo demás. Reaccionamos a eso de las seis y cuarto de la tarde. Era tarde y difícilmente íbamos a poder ingresar a Palacio. El procedimiento era que los reporteros asignados debían esperar en una oficina a la que se accedía por la puerta de la Calle Palacio, donde los agentes de la seguridad identificaban a cada uno, antes de hacerlos pasar hacia el salón designado. Después, cerraban la puerta y no atendían nadie. Por ahí, a esa hora era imposible entrar. 
Anochecía en Lima cuando llegamos jadeando a la Plaza de Armas cruzándola por el centro pues íbamos a intentar entrar por la mera puerta principal de Palacio. Era la única vía posible si los guardias enjaezados se apiadaban de nosotros, argumentando que éramos del diario que representaba al Gobierno. Antes de cruzar la calzada, nos arreglamos las corbatas y nos peinamos. En esos instantes apareció por Carabaya una escolta de motociclistas abriendo calle a la comitiva de alguno de los invitados de alto rango. 
– Corre detrás del auto principal– gritó el Chivo, pasando del dicho al hecho y agregando – Somos de la seguridad boliviana. El carro es de Banzer. Nosotros somos bolivianos –.
En medio de gran estruendo de motos y autos rápidamente nos pusimos detrás de la gran limousine del dictador altiplánico y quién lo diría, pasamos la gran puerta sin problemas hacia el patio principal de Palacio. Ya era algún avance. Todos parecían dar órdenes a gritos. Banzer estaba retrasado. Había apuro. Los guardias del Batallón Mariscal Nieto que resguarda Palacio ni nos miraron. Los de protocolo de la Cancillería corrían a recibir a Banzer. El procedimiento es rápido. Banzer es casi un enano enfundado en su tenida militar color rata. Alguien dice que todos los demás invitados ya llegaron y que la ceremonia va a empezar. El dictador chiquito se mueve rápido y nerviosamente junto a sus edecanes que lo flanquean hacia la alfombra roja que se pierde en el interior intensamente iluminado de Palacio de Gobierno. La suerte está echada. Nos confundimos rápidamente entre la comitiva de Banzer y entramos sin ninguna dificultad a Palacio, por la puerta grande. Los de protocolo conducen al mandatario del otrora Alto Perú hacia el gran Salón Túpac Amaru. Cuando entra se escucha al interior una salva de aplausos. Todas las puertas del gran salón están resguardadas por efectivos antimotines de la Guardia Civil y agentes de Seguridad del Estado de la Policía de Investigaciones. Los periodistas están al fondo, detrás de los asistentes. Palacio resplandece de punta en blanco. El Chivo tiene problemas pues su misión, la más importante es entrar al salón y cubrir la parte política. Yo estaba encargado del entorno y de los detalles de la magnífica cena de gala que el general Juan Velasco Alvarado y su esposa iban a ofrecer esa noche a sus invitados. Alberto Guadalupe había sido preciso. Quería saber hasta que postre iban a degustar los importantes paladares de la ocasión, luego del gran acto político. 
– ¿Cómo vas a entrar, si ahí está Ibáñez? Si nos ve nos botará con cajas destempladas. Creo que estamos jodidos–
El chivo sonríe. 
– No te preocupes – responde sonriente haciendo un gesto de capo de la marimba. Al toque, dando un paso adelante, recibió de alguien un gran folder de cuero de color rojo y sabiendo exactamente lo que tenía que hacer avanzó hacia la puerta del gran salón y se lo entregó a otra persona del protocolo. El muy pendejo se había incorporado ingeniosamente a la cadena humana de transporte de los ejemplares de la Declaración de Ayacucho que debían firmar Velasco y los dignatarios asistentes. Claro, nadie podía dudar de que era algún tercer secretario de tez blanca y cabello albino, enfundado en su atuendo azul oscuro, camisa de tenue color crema y corbata de rojo oscuro. Es su ventaja, su valor agregado, lo sabe y lo usa. Por mi parte, tengo que apurarme e ir hasta el salón de la cena de gala y levantar toda la información posible. 
Entonces, se produjo un gran murmullo dentro del Túpac Amaru. Por una puerta lateral, desde una galería interna sale en tropel hacia el pasillo un grupo de reporteros, fotógrafos y camarógrafos. Son los enviados especiales de los medios extranjeros que intentan entrar al mismísimo salón Túpac Amaru. Ibáñez Burga, el jefe cara de piedra de la Casa Militar de Palacio de Gobierno, no está. Había subido a avisar a su jefe que ya es hora de bajar a la ceremonia. Aprovechando eso y forcejeando contra la guardia, los reporteros afuerinos lograron entrar al salón y acomodarse para tener mejores vistas. En eso, fuertes taconazos de los Húsares de Junín, con uniforme de gala, llaman la atención de todos hacia la gran escalinata de mármol con balaustre dorado que lleva hacia el segundo piso. Es el general Juan Velasco Alvarado, el todopoderoso jefe indiscutido e indiscutible de la revolución peruana. En medio de la potente luz de los reflectores palaciegos el cuadro es profundamente patético. 
A duras penas, el gran dictador que en l969 había roto el espinazo de la rancia oligarquía peruana, decretando su desaparición como clase social con la reforma agraria, empieza a bajar trabajosamente apoyándose en dos ominosas muletas de aluminio. Todos se ponen rígidos a pesar de que están ante un minusválido, un hombre disminuido. Y es que, a pesar de su condición, Velasco impone respeto y temor. El general es un líder cojo desde febrero de 1973, pero ni su condición de anfitrión de la gran reunión sudamericana hace que el general pueda dominar el rictus de amargura e impotencia que resalta en su rostro. A su costado, Ibáñez Burga también baja, atento a cualquier desequilibrio de su jefe. Ambos están impecables dentro de sus sobrios uniformes de generales del ejército, aunque no llevan el de gala. La revolución no es ostentosa. En el centro de la severa pero rutilante marquesina política del momento, en el centro del poder, la tenida castrense de Velasco tiene un detalle penoso, trágico y ominoso. La bocamanga que corresponde a su pierna amputada está plegada hacia arriba y pegada a la tela a la altura del muslo, probablemente con un alfiler o un gancho imperdible, vaya uno a saber. El “Chino” está bien peinado. El lustre de su único zapato negro lanza destellos. Su descenso se hace interminable y en el profundo silencio que domina la escena hasta se escucha su dificultosa respiración, como un jadeo. 
Cuando el general gana el piso firme, la banda de guerra ataca en su honor los acordes de la marcha “Túpac Amaru”, el himno de la revolución. El amplio recinto parece vibrar con la música marcial. El general avanza maltrecho pero firme. Saluda a algunos con leves movimientos de cabeza y los mira fijamente, como escudriñando sus pensamientos. No sonríe a nadie. A cada paso sus manos se crispan, cerrándose sobre las asas de las muletas que le ayudan a avanzar. Al llegar a la puerta del salón Túpac Amaru, adentro estalla una salva de aplausos mientras la marcha continúa.
A través de una de las puertas de vidrio veo al Chivo dentro del gran salón. Sigue en el grupo de los secretarios de la cancillería y ahora recibe los lapiceros especiales con los cuales, los dignatarios suscribirán el histórico documento. Al iniciarse la ceremonia para fue el hoy o nunca. Con la vigilancia relajada, pero atenta a lo que ocurría en el interior del Túpac Amaru, fue fácil llegar al Salón Sevillano, mi teatro de operaciones, lugar de las cuchipandas palaciegas. Aún a media luz y en silencio es imponente. Está adornado con tules blancos y rosados. De una de las mesas tomo rápidamente el menú y en eso el jefe de mozos me sorprende. Pero es un tipo amable. Me pregunta quién soy. Le digo la verdad y agregó que el secretario de prensa de Palacio, el señor Zimmerman, sabe y tiene gran interés en la nota que mañana publicará la prensa sobre el ágape organizado por su amable persona. Para la nota, le pregunto si podría darme su nombre completo para acreditarlo como el artífice de tan notable agasajo. Me da su tarjeta y toda la información que necesitaba. Tenía mi nota. Salgo hacia el pasillo y dentro del Túpac Amaru, seguía el acto central. Salí de la sede del Gobierno por la puerta de la Calle Palacio, que estaba desierta por el cierre del perímetro para mayor seguridad. En Lampa, tomé un taxi hacia La Crónica. Cuando terminaba mi nota llegó el Chivo, apurado y movedizo hasta su máquina. Se concentró en su nota aislándose completamente. La media borrachera que nos habíamos metido en el Merville, se había esfumado totalmente. Me despedí agradeciéndole por la lección de reporterismo recibida: nunca regreses a tu redacción sin llevar la noticia. Solo sonrió, me miró un instante mientras tecleaba con los cinco dedos, cosa que había aprendido como amanuense de notaría en Trujillo y antes de escribir el siguiente párrafo, lo musitó para sí mismo, pues primero hablaba lo que redactaba.