viernes, 30 de septiembre de 2011


Serie RECORDANDO SIN IRA  ( I ): LA DEMOLICION DE CANAL 2

Con motivo del Día del Periodista del 2011

Prologuito

En el curso de mi existencia, he vivido varias y terribles destrucciones de vidas, edificios, instituciones, empresas y hasta gobiernos. No puedo olvidarlas completamente pero, a veces, desaparecen de mi conciencia por largos periodos hasta que algún motivo catapulta a alguna de ellas al presente, conmoviéndome nuevamente.
Eso es lo que me pasó recientemente con el caso del camión-bomba que, poco después de las cero horas del 5 de junio de 1992, demolió gran parte de las instalaciones de la entonces Frecuencia TV, Compañía Latinoamericana de Radiodifusión S.A. Canal 2 de Televisión, mató a tres e hirió a 35 compañeros de trabajo.
Esta vez, diecinueve años después, el catalizador del recuerdo fue la copia de un recorte periodístico sobre el tema que el ilustrador Luis Sayán Puente, envió vía Facebook al editor televisivo, el afable “Gordo” Jorge Urbina, con el mensaje: “Para tu álbum, mi querido "Monitor". Ahí tienes a los bravos, Cortez, Obed Matías, "El Paiche" Olórtegui, tú, yo y nuestro recordado amigo Alejandro Pérez”.
Sayán se refería así a una fotografía que ilustra un amplio informe contenido en una edición del diario La República que corresponde al año 1993. La foto muestra al grupo aludido por Sayán en medio de las ruinas del local de Canal 2, preparando el libreto del programa de emergencia que emitimos aquella luctuosa vez para responder a quienes habían lanzado el ataque: “No podrán callarnos”. En el centro de la imagen y en medio del grupo me impresionó verme tecleando una de las Remington de entonces…Nunca antes había visto esa fotografía.



-0-

5 de junio de 1992

Recuerdo que  esa mañana, mientras conducía mi viejo escarabajo VW con mi hija  al lado,  marginalmente escuché al locutor  de Radioprogramas  decir  que una poderosa bomba que había sido montada  en un camión, había estallado  en la puerta del Canal 2 causando  cinco muertos  y más de 40 heridos. Nada más.

¿Canal 2? Realmente confieso  que asimilar la noticia  me costó dolor físico. Fue como cuando bajo amenaza de una cuera me veía obligado a tragar purgante cuando niños, allá en Iquitos, en la selva.  También comencé a sentir punzadas en el cerebro y  un gigantesco vacío en el estómago. La luz verde se encendió  en el semáforo del cruce de Universitaria con Argentina.

Mientras aceleraba el motor del pequeño  Volskwagen, instintivamente miré hacia mi izquierda  y en el conjunto de las primeras planas  de los matutinos del puesto de Venta de la esquina, en  una fracción de segundo,  leí: “Vuelan  en pedazos  el Canal 2”. Fue una portada verdinegra  no sé si de “Ojo” o de “El Mañanero”. No pude contenerme y  lancé una  grosería en voz alta dejando  asombrada y perpleja a mi hija  Alejandra  de once años con quien iba rumbo a su colegio. Eran aproximadamente  las seis y cincuenta.
— ¿Por qué  a Canal 2, papá?
La pregunta  quedó flotando  dentro del autito mientras  remontaba la Universitaria. Sí, ¿por qué Canal 2? Seguí en silencio. La respuesta era muy larga y complicada  para su edad y el momento y yo sólo quería  llegar al canal. Además, rápidamente  comprendí que  la respuesta  apuntaba directamente  hacia quienes habían lanzado el ataque. Y conocer eso, en las terribles condiciones que soportaba el país, demoraría  un buen tiempo.

Durante  los 12 años que ya llevaba  la guerra interna peruana, pocos ataques  con explosivos, especialmente con coches-bomba, habían sido reivindicados  o aclarados por las autoridades,   a pesar de que  únicamente  había dos sospechosos: Sendero Luminoso y el MRTA. Esa era una de las características de nuestra sangrienta y tenebrosa  “guerra sucia” que por entonces nadie parecía ganar.  Los bandos  sólo contaban sus muertos, día a día, año a año, acumulando  una macabra estadística  de sangre y destrucción  que tampoco era real. Uno y otro adversario exageraba u ocultaba  las bajas del otro, en este último caso, literalmente escondiéndolas bajo tierra, en fosas comunes.

¿Sendero o el MRTA?

Mientras conducía, la angustia llegó a residir  en la fosa en que se había transformado  mi estómago adolorido,  contrayéndolo  duramente mientras aceleraba hacia Pueblo Libre.

Por la  radio, el reportero  decía  en tono desesperado.
–Directo en directo. La policía ha informado hace unos instantes que la bomba  que poco después de la medianoche  casi destruyó las instalaciones de Canal 2 de televisión tuvo como mínimo  seiscientos kilos de  anfo, poderoso explosivo hecho con  dinamita mezclada con  urea  de uso agrícola. Una cantidad  dos veces mayor  que la  del coche-bomba  que   estalló  hace dos semanas  en el óvalo del centro comercial de San Isidro.

El reportero insistió  que el ataque había causado cinco muertos, tres  de los cuales  eran miembros del servicio de vigilancia interno. Pero no dio ningún nombre. Describió  lo que veía  como  una gran destrucción de casi toda la puerta y el muro externo  y parte de la fachada del edificio principal, una  casona residencial de dos pisos.

Mentalmente  vi la gran puerta  de metal  de ingreso de vehículos  que nunca fue terminada, abierta como una lata de conserva de pescado. Imaginé la caseta  de vigilancia y recepción de visitantes, sin techo y con sus paredes resquebrajadas. Tal vez mucho vidrio pulverizado. Extrañamente no pensé en los muertos. Hoy,  me doy cuenta de que en aquellos instantes, inconscientemente  ansiaba reducir  la probable  destrucción a un mínimo tolerable, a tal punto que  mi cerebro dejó intactas a las oficinas de Contrapunto. Mi hija se quedó angustiada en su colegio.  Una sombra de gran preocupación  opacaba el habitual fulgor de sus ojos pardos, siempre alegres.

Enfilé por La Mar  hacia Jesús María hasta empalmar  con San Felipe. La destrucción  saltaba a la vista  desde la cuadra siete  de esa habitualmente tranquila avenida; el gran daño se veía en los grandes ventanales  hechos añicos y  los destrozados  portones y puertas  de sus residencias, casonas y edificios. Varias puertas de cocheras y de  casas  habían sido sacadas de cuajo  de sus marcos. El tránsito estaba interrumpido  en Sánchez Cerro. Viré hacia la izquierda  sin lograr aún  ver nada de la destrucción,  debido a la gran multitud aglomerada frente al local del canal  y al  entrevero de vehículos, cuyos conductores trataban de escapar del embotellamiento.

En Sánchez Cerro los daños eran mayores. Puertas y ventanas de metal o madera con sus  respectivos marcos   habían sido  arrancadas de sus anclajes  en las paredes y lanzadas  sobre   veredas, jardines y la calzada  por la poderosa  onda expansiva de aire, provocada por el  terrible estallido. El edificio  de ocho pisos  de la esquina con Cayetano Heredia  no tenía una sola luna intacta. Gire a la derecha por  Cayetano Heredia, cuyo pavimento estaba totalmente cubierto  por vidrio molido. Pude  estacionar  el autito cerca de la esquina con Olavegoya  y seguí a pie.

Demolición

Al llegar a Olavegoya, la visión que se abrió ante mis ojos me causó un fuerte dolor   directamente en la base de mi  cerebro. El dantesco cuadro  superaba brutalmente  lo que había imaginado a partir de la descripción del  reportero radial. Dije otra imprecación feroz.

Por encima de las cabezas de la multitud que se estaba congregando, se veía  la fachada  de la gran casona  semiderruida  como  por un bombardeo  aéreo. El muro externo  y la gran puerta de metal, no existían. La puerta  principal del local  principal también había desaparecido y el dintel  se veía  como una gran boca  sin dientes,  agrandada,  deforme y carcomida  como la de un enfermo de lepra. Pasé a través del gentío y me detuve  cerca del siniestro hueco  que la poderosa explosión  había provocado en el suelo. De la enorme e inacabada puerta de acero de dos hojas y  de la barrera  metálica  mecánica  instalada en el piso, no quedaba  ni un trozo. En el techo  de la casona  las tres grandes  antenas  parabólicas seguían  orientadas hacia  el cielo, pero desequilibradas y  maltrechas,  como las alas rotas  de descomunales insectos.

La explosión  había  destrozado las frondosas   copas de las enormes tipas  de lo que había sido el jardín. La luz plomiza  que bajaba del cielo cubierto  acrecentaba  el ambiente de  desolación  y tristeza que  envolvía al lugar. Era un escenario sobrecogedor y perturbador. “Demolición”, fue la única palabra  que  mi mente escogió para describir  lo que veía. Lo que había sido el patio principal estaba  cubierto por cascotes  y  pedazos de madera. En    el  centro, tampoco estaba la pileta  ornamental. Hacia la derecha,   las oficinas de Contrapunto,  90 Segundos  y Ayer y Hoy,   que  estaban hechas con material ligero, sólo eran un montón de  escombros de madera y planchas de eternit.  De la gran tipa  que adornaba una  pequeña terraza   sólo quedaba  el tronco desgajado  sin ninguna rama.

Entonces  sentí  en todo el cuerpo la sensación más genuina de mi vida  del contacto  con el odio  original, la maldad esencial y primitiva   que tal  vez antecedió  a la raza humana,  aún  antes de la creación. En ese  momento comprendí toda la inseguridad, el desasosiego, la intranquilidad  y una vaga  sensación de acechanza que me habían  embargado  durante los últimos  días.

Llaga sangrante

Caminar  por el gran patio fue como pisar una llaga  aún sangrante.  El cascajo diseminado, el polvo que lo cubría todo,   el olor  a producto químico aún urticante que aún impregnaba el aire, pero sobre todo el estado y las posiciones  inverosímiles   en que estaban  los vehículos  del servicio de prensa, mostraban  desgarradoramente  la enorme potencia de la bomba  y la proyección radial y cónica  de los proyectiles  metálicos  que impulsó  la colosal  explosión. Dos automóviles  habían sido   aplastados  contra la pared de la casona. Dos  camionetas “Jeep”  habían sido volcadas  y azotadas una contra la otra. Todos los   vehículos estaban retorcidos  y comprimidos  como simples  latas de agua gaseosa  desechadas.

Los mártires hoy olvidados

Más allá de las ruinas de  las oficinas de prensa,  en  la entrada  del gran  estudio  recién  inaugurado  un grupo de vigilantes  conversaba compungido. Avancé hacia el lugar y me di cuenta de que el  enorme techo del gran set,  se  había  desplomado  íntegramente. Saludé a los vigilantes  sin ánimo. Chipana, un guardián  alto, dueño de una gran mandíbula cuadrada y párpados caídos, me dijo  que los muertos no eran cinco sino sólo tres: Requis, Hildago y Alejandro  Pérez  Mesía.
— ¿Alejandro?
— Si, Alejandro  Pérez.
— No jodas.
— Dentro de la casa, compadre.
— ¿Los demás, de “90  Segundos”?
— Los editores están  heridos. El “lobo” está grave. Pero el que está peor es el chofer  Serpa. Todos están en el Hospital Rebagliatti,  del  Social Social.

Seguí observando el descalabro del enorme  estudio construido en la zona  colindante con  el centro de esparcimiento de los ex  subalternos de lo que fue la  Policía de Investigaciones del  Perú, PIP. Los tijerales  habían sido  impulsados  hacia arriba  por la onda expansiva de la bomba  hasta ser arrancados de sus anclajes  en lo alto de las columnas  de acero revestidas de concreto. Con su tremendo impulso la onda  abrió el techo lanzando por los aires las planchas de eternit y al  diluirse en el aire, hizo que el  vasto armazón  se precipitara al suelo  destruyendo   la red de cables  de energía, de señales de audio y video  y toda la tramoya  de iluminación.

Volví sobre mis pasos  sintiendo por primera vez, casi en carne propia,     toda la magnitud  de la  “guerra sucia” senderista. Me detuve nuevamente en  lo que había sido el jardincito  del área de prensa, hoy cubierto por cascotes y escombros de  paredes y techos de nuestras oficinas. Sin saber a ciencia cierta la dimensión del daño en el sistema de transmisión  del canal,  sólo a ojo de buen cubero,  calculé que la estación  saldría del aire por lo menos unos diez días o tal vez más. Finalmente, ese era el objetivo  del brutal ataque.

Y, el dueño, ¿dónde está?

En ese momento,  un técnico que   llevaba  unos cables en la mano  le comentó a su compañero que desde Nueva York, Baruch Ivcher, uno de los dueños del canal había llamado por teléfono y luego de saber de los muertos, heridos y los daños  había  pedido que hicieran todo lo posible para  saliéramos  al aire, como siempre,   a la una de la tarde, sea como sea. Pensé  que se trataba de una balandronada.  Si no imposible, tal cosa parecía  difícil. Quizá  podríamos salir con una transmisión de emergencia por unas cuantas horas, para decir: “Aquí  estamos, no nos han liquidado. Nos vamos, pero volveremos”, nada más, porque casi todo estaba en escombros.

El drama particular de Lucho Sayán

En  eso llegó Lucho  Sayán, el ilustrador de “Contrapunto”. Permaneció en silencio, mirando sin mirar el desastre. Su rostro se veía cansado, pálido, acongojado, sin poder creer lo que veía. Por fin habló quedamente:
— Hola, “Paiche”, estás vivo.
— Si hermano, por ahora— le respondí, tratando de suavizar el instante.

Sayán  vivía  aproximadamente  a un  kilómetro del Canal, en el límite entre Lince y san  Isidro. Me contó  que instantes antes de la explosión, veía la televisión  junto con su esposa. Por una de sus ventanas  que desafortunadamente estaba cerrada, le sorprendió  una gran luminosidad  de color rojizo con dirección al canal. Su televisor se apagó  y segundos después cuando trataban de salir  a averiguar qué había ocurrido, llegó el ruido de la terrible explosión  junto con la onda expansiva  que hizo añicos  las lunas de su ventanal  y lanzó varios pedazos  contra la espalda de su esposa. Dos astillas se incrustaron  provocándole heridas  no profundas, pero que empezaron a sangrar  bastante. Junto con sus hijos  la auxilió y en el automóvil de un vecino la llevó hasta el  Hospital Rebagliatti, donde la internaron. Cuando regresó a su casa a eso de las cuatro de la madrugada,  cerca de la casa del editor Stuart, que quedaba a dos cuadras de la suya, vio  un pedazo del enorme motor del camión-bomba  que había  caído en el lugar  lanzado por al terrible estallido.

Después  fue al canal  y  lo encontró en escombros. Los bomberos ya habían rescatado los cadáveres de los muertos  y auxiliado a los heridos. Más  no  podían hacer hasta que amaneciera. Trató de ir a dormir, pero no pudo. Después de su relato caminamos lentamente, con cuidado, hacia los escombros de las oficinas de “Contrapunto”, tratando de evitar los pedazos de madera  con clavos que estaban regados  por todos lados. Los pedazos de  planchas  de “fibracreto” de lo que había sido el techo  cubrían  gran parte del piso.

Volver a nacer

Aun  observábamos la destrucción  en silencio  cuando llegó  el camarógrafo Carlos Romero, atinando sólo a hacer gestos de impotencia, moviendo la cabeza  de un lado al otro. Entonces se acercó Rolando Osorio, el  Jefe de Informaciones de “90 segundos”. Caminaba con paso inseguro y  mirada semiaturdida. Tenía cara de no haber dormido  toda la noche  y tres  pequeños parches cubrían  su mejilla izquierda.

Nos contó  que junto con Justo Linares,  Jefe de  Redacción  del  noticiero, lograron  refugiarse detrás del tronco del árbol del jardincito  de prensa. Así  salvaron  sus vidas. A él,  que desesperadamente  logró  parapetarse  detrás de Linares, la explosión  lo levantó  por los aires  y lo azotó  contra la pared  de la sala de “Contrapunto”, aturdiéndolo y dejándolo sordo, mientras toda la edificación se venía abajo sobre él. No siguió relatándonos  más porque  tenía  gran interés  en  buscar algo en el suelo. Se encorvó  sobre los escombros.
Romerito le pregunto, — ¿Qué  buscas, Rolando.  Te podemos ayudar—.
— Mis lentes hermanito. Estoy seguro que están por aquí. Si no los encuentro estoy fregado. Casi no veo. Eso y la  sordera,  son dos cosas jodidas—.
Todos nos pusimos a buscar sus lentes. Romerito los encontró  debajo de unos cascotes, felizmente intactos. Osorio se alegró bastante  y hasta sonrió  con la poca alegría  posible en esos momentos. Limpió los cristales  y se los colocó.
— He vuelto a nacer  y ya puedo ver de nuevo—, dijo sonriendo más ampliamente y se fue con su caminar aún inseguro. Era evidente que la explosión y todo lo ocurrido lo habían conmocionado.

Casi veinte años después, el pasado martes 13 de septiembre, a raíz del recorte periodístico y para recordar sin ira, nos reunimos Lucho Sayán, Jorge Urbina y yo a desayunar chicharrones en un poco conocido hueco de la cuadra 13 de la avenida José Gálvez, en La Victoria. Cada uno llevando a cuestas nuevas historias y distintos presentes, ninguno como para decir: ¡Oh, qué bruto por tanto éxito!, como ocurre en esas películas de recuerdos de amigos que se reúnen luego de mucho tiempo…
Sayán guarda resentimientos profundos contra el dueño de Frecuencia Latina que resume en su idea de que  cuando defendió la propiedad de su canal, sus colaboradores de entonces blandieron el lema: “Lealtad y transparencia”, el cual no resultó sincero del todo, puesto que varios de tales adláteres terminaron supuestamente traicionándolo.
–Lo que nosotros hicimos, luego de la destrucción, esa si fue verdadera lealtad y miren cómo nos pagó, despidiéndonos–, dice con cierta cólera contenida.
Eso, en realidad, es otra historia.

Maritere
 
En mi memoria y de modo imborrable, aunque pasajeramente lo olvide, está también que esa mañana, luego del ataque, llegó Maritere Braschi, vestida con un buzo y zapatillas. Lloraba y caminaba con dificultad entre los escombros yendo directamente hacia donde habían estado las oficinas de Contrapunto. Los vidrios de las ventanas se habían pulverizado, pero la mesa de reuniones  y las máquinas de escribir, aunque cubiertas de polvo y guijarros  se habían salvado.

Avanzó hacia donde había estado la sala de reuniones. Nos acercamos en el preciso momento en que hallaba una foto suya en el suelo cubierta de polvo, cascotes  y  resquebrajada por el impacto.  “Miserables”, murmuró con rabia. Después, como almas en pena la ayudamos a  recuperar la caja de cartón prensado que  había resistido la hecatombe, cubierta de polvo y cascajo, junto a la consola  de edición,  dentro de la cual había guardado sus videocasetes, su libreto y su cuaderno de apuntes. Recogió su material y lo llevó a guardarlo en una oficina de lo que había quedado en pie de la casona principal.




A recuperar lo recuperable

Después comenzaron a llegar los demás trabajadores, periodistas, camarógrafos y los sonidistas-conductores. A iniciativa del camarógrafo de “Contrapunto”, “Loco” Vargas comenzamos a remover los escombros del área de prensa para recuperar lo recuperable. Vargas con sus colegas de  “90 Segundos”,   ingresaron a los restos de lo que habían sido los almacenes de equipos de grabación y empezaron a sacar las maletas  de aluminio y  maletines azules  dentro de los cuales las cámaras, las videograbadoras y los cassetes  felizmente estaban intactos. Los reporteros hallamos nuestras máquinas de escribir.

Los hermanos Mendel y Samuel Winter, socios propietarios del canal,  llegaron  cuando el salvataje de enseres  había comenzado  y de inmediato se dedicaron con el personal técnico a evaluar los daños  en el sistema de registro  y de envío de señal hacia el Morro solar y hacia el satélite, para poner la señal del  canal en el aire, como de costumbre, a la una de la tarde. El principal dueño Baruch Ivcher no estaba.

Uno de los primeros en llegar a lo que quedada del canal fue el alcalde de Lima,   Ricardo Belmont Cassinelli, quien llevó consigo nada menos que un cargador frontal operado por personal municipal, el cual, de inmediato se puso a remover los escombros. El Ejército envió otro cargador y tropa que ayudó a limpiar el lugar. Al saber el propósito de la empresa de emitir a partir de la una, el alcalde Belmont, también empresario de televisión y los de otros canales,  enviaron  equipos de edición y ofrecieron cámaras de estudio.

A las doce y treinta,  el gerente técnico Tito Angulo  informó a Mendel  que podíamos salir al aire, con un switcher  rodante y  con las cámaras de estudio en buen estado. Fue entonces que el director general de prensa Ricardo Muller, quien había salvado la vida por un pelo durante la explosión,  se declaró incapaz de asumir la dirección de la transmisión  y solo aceptó aparecer en pantalla para dar su testimonio. Luis Iberico, aplastado por la muerte de su amigo  Alejandro Pérez, tampoco quiso mover un dedo ni dar la cara. Estaba muy apenado. Pero, en medio del desánimo,  Julián Cortez salió al frente: “No se preocupen, nosotros sacamos el programa y empezó a llamarnos a gritos. Colocamos la mesa central de Contrapunto en  medio  del jardincito lateral, pusimos  sillas, limpiamos nuestras máquinas de escribir, conseguimos papel y nos pusimos a redactar frenéticamente los parlamentos.  Maritere estaba con la productora Jessica del Busto limpiando cassetes, cuando Julián se acercó.
— ¡Maritere, en cinco minutos salimos al aire!—, le dijo  entregándole  las primeras hojas del libreto. —  Vas con Muller —.
— ¡Julián, mira cómo estoy vestida y cómo   tengo los ojos, voy a llorar en cámaras! —, intentó replicar.
— ¡No importa, así es mejor! No estamos en un concurso de belleza y mejor si lloras...¿Ok?, Sí, creo que es mejor que llores. Reflejarás fielmente el dolor del Canal y nuestra voluntad de  salir al aire. ¡Vamos, no te chupes! —.
A  la una en punto, lanzamos la señal  característica de Frecuencia Dos.


                                                                      Respondiendo al terror en medio de los escombros
                                                                      de Canal 2.

–0–
Después de medio kilo de chicharrones, relleno, tamales, camote, pan y café, Lucho Sayán nos entregó copias del recorte con la foto -  para nosotros conmovedora  - sobre aquella terrible tragedia, parte de la última guerra sucia peruana. Hizo que una de las servidoras del local nos tomara dos fotografías con una vieja cámara que había llevado para registrar la ocasión.
Mucha agua ha corrido bajo el puente y a pesar de eso, percibo con pena  que, tal como ocurría en 1992, a los limeños 2.0 de hoy les importa un pepino que los senderistas estén cazando como a conejos a los militares que sirven en el VRAE, o que los mismos senderistas de antes o sus herederos traten de asustar con bombas bamba.  Ojalá que esta vez este nuevo tiempo de la indiferencia, no se transforme como en 1992 en el tiempo del horror, el dolor,  de la sangre y la muerte.


Lima, 21 de septiembre de 2011.
Elmer Olórtegui Ramírez 
    
   



Aikido: el otro lado de mi vida.

Cada loco con su tema, hobby, pasatiempo. Hay varias maneras de llamar a la actividad reservada, personal, a veces aislada o en pequeños grupos que las personas realizan metódicamente con pasión, dedicación y perseverancia, llueve, truene o relampaguee.
En mi caso, además del periodismo,  mi  otro tema es el Aikido, un modo de defensa personal.
La pregunta común de los descreídos es:
"¿Para qué entrenas tanto,  qué temes?"
Y, las contradicciones más comunes son:
     "Más fácil, compra una pistola".
     "Uno de estos días te vas a romper la crisma o quizá varios huesos".
Las respuestas de folleto son:
"Todos los humanos deberían aprender a defenderse como aprenden a caminar".
"El entrenamiento consiste en prepararse física y mentalmente para aquella pelea que, ojalá, nunca tengamos que enfrentar".
"Hay que saber que construir una persona es difícil, pero destruirla es fácil".
"Es fácil dominar la lanza del rival; lo verdaderamente difícil es dominar nuestra propia lanza".
"La verdadera disuasión: no intentes arrancarme la piel, pues corres el riesgo de que te arranque el corazón".
Nunca me he puesto a pensar sobre la racionalidad de todo lo anterior. No obstante, de lo único que doy fe, en medio del ambiente de violencia social consuetudinaria en que vive el país,  es que con el Aikido, me siento bien.
Me inicié en el Karate Shotokan en 1980, en la academia Kanazawa, con los sensei César Ferreyra y Sadanori. Luego seguí en el Colegio de Cinturones Negros del Perú, con sensei Milles, con quien llegué a Primer Dan. Hoy, sigo entrenado técnicas del Shotokan por mi cuenta, paralelamente a las de Aikido, mientras que, como bien lo dice el propio Sensei Jorge Calderon (Quinto Dan Aikido Keitenkai), como un post grado bajo su dirección, sudamos la gota gorda tratando de perfeccionar nuestra destreza en  no más de seis letales técnicas de judo avanzado.
De modo que, según el calendario, llevo en estos menesteres treinta y un años...  

Video: Aikido defensa contra bate


¿Qué es el Aikido?
Se trata de un  sistema de combate cuerpo a cuerpo, a mano limpia, o contra oponentes armados con objetos contundentes, punzo-cortantes y hasta con armas de fuego de uso civil. Que quede bien claro: las llamadas armas largas de fuego son otro cantar.
Su diferencia con otras artes similares es que sus técnicas permiten al ejecutante graduar el daño a infligir al oponente, consisten en procedimientos de disuasión o, en algunos casos, de eludir al ataque.  
La mayoría tiene referencias  del Aikido, a partir de las primeras películas de Steven Segal, entre ellas “Nico”, de tema policial.
Segal, se preparó en Japón. Es séptimo Dan en Aikido, reconocido instructor en EEUU y domina otras destrezas conexas como Kenjustsu o el arte de la katana (sable japonés) y lucha con lanza y varas cortas y largas.

El creador
El gran maestro Morihei Ueshiba desarrolló el Aikido, entre los años de 1930 y 1960, a partir de su convicción acerca de que una genuina práctica  marcial  es el camino seguro hacia la armonía entre la conciencia humana y la energía universal. De allí que el vocablo Aikido es la unión de los conceptos japoneses textualizados en kanji,  AI: ARMONIA/ KI: ENERGIA/ DO: CAMINO, RUTA, lo cual se resume en "El camino de la armonía con la energía universal".
Ueshiba no fue un simple peleador. Fue un guerrero, quizá uno de los últimos samurái en el Japón moderno. Desde su juventud, dominó varias artes de pelea y  participó  en varias  guerras reales, en las que predominaba el combate cuerpo a cuerpo (manejo del sable o katana, de la  lanza, el cuchillo, atrape, sumisión, proyección, luxación o fractura del oponente).

Sensei Michío Kanai
El Aikido fue introducido en el Perú por varios maestros que meritoriamente serán recordados durante el III Encuentro Nacional de Asociaciones de Aikido (La VIDENA, 1 y 2 de octubre 2011).
Pero, en mi caso, reconozco como a mis maestros, en este orden: a los sensei HENRY ISHIBASI SAKI, JORGE CALDERON CASTILLO  y MICHÍO KANAI.



Sensei Kanai  es fundador en el Perú del estilo KEITEN KAI, mi estilo, mi escuela de Aikido. Él, es un japonés menudito, duro como una roca, flexible como la tela de una araña y letal como un escorpión.  Disciplinado al máximo, exigente como la Sunat e inflexible en la puntualidad y el respeto a la palabra empeñada. Respetuoso, franco y leal. Un  ejemplo a imitar.    
Sensei Kanai, actualmente en Japón, es un verdadero predicador del Aikido en ultramar: lo trajo al Perú y desde aquí lo llevó a Bolivia, a Italia y hasta Estados Unidos. Esta por regresar a Lima, en donde lo esperamos con los brazos abiertos. 

Herederos
Hoy, sus discípulos directos  suman más de cien y la saga de los practicantes de su estilo  son más de cuatrocientos, concentrados en mayor número en el dojo de la Asociación Peruano Japonesa del Perú, APJ -  Centro Cultural Peruano Japonés - , en Jesús María y en el club de Aikido de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. 
Entreno en el dojo de la APJ  y allí también soy instructor; allí me encuentro conmigo mismo al borde del agotamiento y allí, por más que haya sido el día más negro de la vida (ya tuve varios y habrán más), al final de cada jornada el futuro adquiere otro rostro, el de la seguridad en el camino a seguir y  en una sólida  confianza en uno mismo para enfrentar  el presente cuando de nuevo salga el sol.