Serie RECORDANDO SIN
IRA (III)
...Viene de la primera parte, leer nota anterior
DEL ÁNGEL VÍCTOR
APAZA QUISPE AL ÁNGEL CIRO CASTILLO
(Segunda parte,
En estas circunstancias abruptas
y trágicas, conocí también la Ciudad Blanca.
La asumí entonces como un gran convento, aseado, señorial, taciturno, de alcurnia, de gente conventual, de
arquitectura conventual y de hipocresía conventual. Pocos años antes se había
intensificado la migración del campo a la ciudad, masivamente desde Juliaca y
Puno, con gentes que se asentaban en pueblos jóvenes que los arequipeños de
pura cepa desdeñaban, impulsándolos a marcharse a Lima.
Matar por un sueño
En Arequipa las cosas fueron
distintas. Tras enviar nuestros despachos por teléfono, casi a gritos, fuimos
al presidio – una mole de piedra sillar de altos muros que abarcaba una manzana – sin mayor
suerte para hablar y fotografiar al
condenado. Las autoridades habían recibido estrictas órdenes de Lima de no
permitirlo y realizar la ejecución dentro del mismo penal, al día siguiente y
sanseacabó.
No nos quedó otra que hurgar en
la historia, hablar con sus familiares del reo, con su abogado y con el cura
a cargo de los auxilios espirituales finales. A diferencia de los
tacneños, los arequipeños de los
alrededores del presidio mostraban
preocupación, se detenían al pasar frente a la puerta de la cárcel,
rezaban, se persignaban y se iban.
Víctor Apaza Quispe, era un hábil
carpintero-ebanista de origen andino que trabajaba en la mina Tuna Tocasini.
Tres años antes, la madrugada del 22 de enero de 1969, había soñado que su
esposa le era infiel con su mejor amigo. Rumió sus celos durante toda la
jornada de su trabajo y poco a poco llegó a la convicción de que había recibido
un mensaje de los espíritus y decidió lo que debía hacer.
Regresó al hogar y con engaños, sin que nadie lo notara, llevó a la presunta infiel a un paraje
solitario y la asesinó a golpes de
piedra. Luego sepultó el cuerpo de Agustina
Belisario Capacoila y al día siguiente
corrió la voz de que ella había abandonado el hogar con rumbo desconocido. Los
familiares de la víctima no le creyeron y lo denunciaron a la policía, cuyos
agentes lograron que rápidamente confesara su crimen.
Sin perdón por cálculo político
El juez penal de primera
instancia lo halló culpable y el
Tribunal Correccional de Arequipa lo condenó a la pena capital y al pago de 30
mil soles de reparación civil a favor de
los deudos. Ante la apelación, la Suprema había confirmado la sentencia y ordenando su ejecución. Ni Apaza, ni su predecesor en ir al patíbulo días antes en Tacna,
supieron que eran carne de cañón en un conflicto político social en la
cumbre, entre hombres que se arrojaban entre sí, su carne y su sangre, en
beneficio de sus propios fines.
En este caso el general
Velasco también se negó a ejercer su prerrogativa de conmutar la pena. Pudo haberlo
hecho, pero su cálculo político fue dejar que ejecutaran al segundo reo para
usarlo como motivo suficiente de la inminente intervención contra el Poder
Judicial
Los comentaristas de los diarios
de la revolución Expreso, Extra y La Crónica, habían revelado ya que la
seguidilla de sentencias capitales que probablemente iba a continuar, era parte
de una conspiración derechista, de los enemigos de la revolución, con la
finalidad de exacerbar el rechazo de la población del sur contra el régimen de
Velasco, malograrle su gira celebratoria del tercer año de la revolución ni
capitalista ni comunista y por qué no, propiciar un levantamiento “popular” que
sirviese de base de un pronunciamiento mayor.
Los vocales supremos que
confirmaron la condena de Apaza fueron: Octavio Torres Malpica, Enrique Cuentas
Ormachez, García Salazar, Alejandro Bustamante Ugarte y Ricardo Nugent, el
mismo tribunal supremo que un año antes había condenado a muerte al llamado “Monstruo de Cajamarca”, Ubilberto
Vásquez.
Los últimos días
Al salir del penal de hablar con el hombre en capilla, sus hijas Francisca
y Alejandrina, ambas adultas, con lágrimas en los ojos, nos contaron que habían perdonado
a su padre, le habían entregado ropa limpia y ayudado a repartir sus
herramientas, su equipo de carpintería, algunos muebles acabados y en construcción,
entre los reclusos que se habían convertido en sus discípulos en el arte de la
ebanistería. Se iban a la funeraria a arreglar todo para el entierro del día
viernes 17 de setiembre, fijado como fecha de la ejecución.
El abogado defensor, César
Villalba, nos dijo que al mediodía había enviado a Lima el pedido de clemencia dirigido al
Presidente Velasco y que confiaba en que, tratándose de una segunda ejecución judicial
en menos de 48 horas – todo un record en el país y quizá en el mundo – el general
podría conmoverse y evitar el nuevo derramamiento de sangre. También nos
informó que otros 535 arequipeños, entre notables y simples, habían hecho el
mismo pedido mediante cartas y telegramas.
Nos contó también que Apaza se
había transformado en todo un predicador de la palabra de dios a nombre de la
iglesia adventista y que decía que ya había sido perdonado por el creador a
cuyo lado iría luego de su inminente muerte.
El jueves 16 de setiembre, al
mediodía llegó el expediente de la ejecución por vía aérea. Los recibió el juez
de primera instancia Luis Burga Febres, con cara de yo no fui. Esa misma tarde, Palacio de Gobierno confirmó
que el régimen militar no iba a intervenir en el tema. La suerte de Apaza estaba
echada y nosotros debíamos pasar una nueva noche en blanco para ser testigos,
aunque sea de lejos, de su muerte a manos de la ley.
A las 4 de la madrugada del 17 de
setiembre, mientras afuera tiritábamos por el intenso frío y nuestros dientes
castañeteaban a cada momento, dentro del
penal Apaza se despidió de sus pastores de aflicción diciendo: “Los bendigo a
todos. Voy hacia Jesús. Tengan Misericordia y ayuden a mis hijas”. Poco antes
había encargado entregar sus tres frazadas y su ropa de carpintero a sus
mejores alumnos. Luego, quedó a cargo
del jefe del pelotón de fusilamiento.
En eso llegaron a la entrada del
presidio Inocencia, hermana de Apaza y su tía Francisca, llorando a mares e intentando ingresar para acompañarlo en el trance final. Entonces el relativo silencio de la gélida madrugada
arequipeña se rompió súbitamente con una poderosa y trágica detonación. Eran las
4 y 35. Escuchamos también el tiro de gracia y luego, aunque muy lejanos, los
lamentos de dolor y desconsuelo de
algunos de los presos. Doña Inocencia y doña Francisca, arrecieron también
su llanto.
Presenciaron la ejecución el juez
Burga Febres, el alcalde Raúl Cuadros, el abogado del reo, Villalba, el
capellán del presidio, José de la Vega un médico legista y el secretario del
juez.
Al salir, el juez estaba demudado
y tembloroso y antes de que le preguntásemos cómo fue, nos dijo:
-Dios dice. No matarás, pero ya
ven… ¿qué podemos hacer? – Y, se fue raudo hacia su automóvil.
El gran cortejo.
Antes de las seis de la mañana,
la funeraria “Carlos Medina Valdivia”, se llevó el cuerpo. Para ahorrar esfuerzo,
afectado por una depresión anímica creciente, le dije a Zavaleta que iríamos a
esperar el entierro en el cementerio.
A eso de las once de la mañana, en
el camino, nos dimos con una verdadera sorpresa. Extrañamente, por las calles
arequipeñas un cortejo de unas siete mil personas acompañaba al féretro de Apaza. ¿Qué es esto?, me pregunté.
¿Quién y cómo los había convocado? No había respuestas. Los acompañantes
llevaban flores amarillas en las manos y algunos, velas encendidas, en
silencio. A un viejo andino de rostro curtido por el sol con una tez aceitunada
por los rayos ultravioletas, le pregunté.
-Taita, ¿por qué tanta gente?
- Sangre de Apaza es de apus;
santo es el, pues, por eso – me respondió con total convicción y se fue. Quedé con más preguntas que respuestas.
Realmente impresionados seguimos
al cortejo que terminó pasado el mediodía. Un cúmulo de flores quedó al pie de
la tumba.
La revolución contraataca
En los días siguientes, en Lima,
se confirmó la versión de que las “vacas sagradas” se alistaban a revisar dos casos más de
sentencias de muerte, uno en Puno y otro en Iquitos. Ni modo. Pedro Franco me
dijo que me preparase para ir. El Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada,
emitió entonces un comunicado en el que denunciaba la conspiración
contrarrevolucionaria de los vocales supremos para desprestigiar al proceso
revolucionario peruano. Anunciaba que, en respuesta, el gobierno procedía a
abolir la pena de muerte en el país y a destituir en el acto y de un plumazo a todos los
integrantes de la Corte Suprema de Justicia. El puneño y el loretano, éste
último alguien cuyo crimen contra una niña de once años cubrí con detalle en
1969, se salvaron del paredón y
cumplieron cadena perpetua.
El culto a Apaza Quispe
Desde entonces y durante muchos años, para mí,
el tema de la devoción de la población andina de Arequipa hacia la memoria del
ejecutado Apaza Quispe, fue una cuestión
sin resolver. Era todo un contrasentido, un entrevero de la razón, que alguien
convicto de asesinato y ejecutado por eso fuese venerado como un hombre santo.
En 1987, durante la
administración demócrata cristiana encargada del Banco Agrario del Perú, por
ser aliada política del APRA durante el primer alanismo, se ideó un programa de
recuperación de andenes para ampliar el área cultivable en la Sierra. Un
arquitecto- antropólogo peruano de apellido Gómez de La Torre, con los créditos
de haber trabajado para la ONU en materia de recuperación de monumentos
arqueológicos del Asia y de Egipto, fue convocado para elaborar un perfil del
proyecto.
Entonces, lo invitamos a un viaje
de trabajo por Cusco y Puno junto con
los mandamases del banco de entonces. Gómez de la Torre era entonces un hombre sabio y hoy, si aún vive, debe ser
más. Conocía la historia de la humanidad, de la civilización, cultura por
cultura, tribu por tribu, costumbre por costumbre. Y, en la práctica, fue un
guía de lujo para todos, cuando recorrimos Sacsayhuaman, Ollantaytambo, Machu Picchu, las chulpas de Sillustani y
otros vestigios de los quechuas imperiales y de los aymaras thiahuanaquenses.
Ese hombre sabio fue el que descifró
para mí el enigma Apaza: desde tiempos inmemoriales, la mayoría de las culturas
consideró a la fuerza reproductiva de la tierra como uno de los principales factores sagrados de la
existencia, junto con la presencia de poderosas fuerzas sobrenaturales que
interactuaban con los humanos y les rindieron culto. Dedujeron también que las dificultades y problemas de sequía e
inundaciones, se debían a incumplimientos
de los humanos con los apus y siendo que la sangre es el líquido de vida,
era también la mayor ofrenda que se podía entregarles en son de sumisión y
súplica.
Ese es el origen de los sacrificios humanos para el vertido de
la sangre hacia la tierra. Lo hicieron los chavines, en los albores del estado
andino, los moches, ante los embates del fenómeno de El Niño, siguieron haciéndolo
los Cupinsnique y los Sechín, según los
bajos relieves de Casma. Comprobadamente lo hicieron también los andinos de
Sur, que sacrificaron a la doncella “Juanita” en lo alto del Sabancaya. Lo hacían
también y hay la sospecha de que siguen haciéndolo los aymaras del altiplano,
en los cerros cutimpos del Collao.
En consecuencia, para los
originarios peruanos, así como para otras culturas, la sangre derramada, así
como la memoria de la personal aportante de ella, constituyen una especie de
conexión entre los simples humanos y los
grandes espíritus. Para los andinos arequipeños, la sangre derramada de Apaza Quispe,
un hombre que se arrepintió de su falta, tiene este significado de sacrificio
y, por tanto, él deviene en un intermediario, en un interlocutor entre los
hombres, entre su pueblo y los seculares dioses andinos sureños, capaz de escuchar
ruegos y plegarias y obtener su atención y cumplimiento por parte de los apus.
Con ligeras variantes, este es el
mismo caso de Ciro Castillo Rojo. Este joven, independientemente de las circunstancias
de su muerte, vertió su sangre hacia el suelo arequipeño en una inmensa
hendidura del monte Bomboya. Además, era
un hombre joven, fuerte y saludable, libre aún de cargas negativas de la vida.
Para la configuración mágico-religiosa andina sureña, es todo un ángel de
bondad cuyo espíritu seguirá por mucho tiempo recorriendo el Colca y el Bomboya
y muy bien podría estar cerca de los dioses, con capacidad de hablarles de los
ruegos y plegarias de los simples de Cailloma y por qué no de toda Arequipa.
¿Quién se atreve a decir que no?
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