lunes, 31 de octubre de 2011


Serie RECORDANDO SIN IRA (III)
...Viene de la primera parte, leer nota anterior

DEL ÁNGEL VÍCTOR APAZA QUISPE  AL  ÁNGEL CIRO CASTILLO
(Segunda  parte, 

En estas circunstancias abruptas y trágicas, conocí también la Ciudad Blanca.  La asumí entonces como un gran convento, aseado, señorial, taciturno,  de alcurnia, de gente conventual, de arquitectura conventual y de hipocresía conventual. Pocos años antes se había intensificado la migración del campo a la ciudad, masivamente desde Juliaca y Puno, con gentes que se asentaban en pueblos jóvenes que los arequipeños de pura cepa desdeñaban, impulsándolos a marcharse a Lima.

Matar por un sueño
En Arequipa las cosas fueron distintas. Tras enviar nuestros despachos por teléfono, casi a gritos, fuimos al presidio – una mole de piedra sillar  de altos muros que abarcaba una manzana – sin mayor suerte para hablar y fotografiar  al condenado. Las autoridades habían recibido estrictas órdenes de Lima de no permitirlo y realizar la ejecución dentro del mismo penal, al día siguiente y sanseacabó.

No nos quedó otra que hurgar en la historia, hablar con sus familiares del reo, con su abogado y con  el cura  a cargo de los auxilios espirituales finales. A diferencia de los tacneños, los arequipeños  de los alrededores del presidio mostraban  preocupación, se detenían al pasar frente a la puerta de la cárcel, rezaban, se persignaban y se iban.

Víctor Apaza Quispe, era un hábil carpintero-ebanista de origen andino que trabajaba en la mina Tuna Tocasini. Tres años antes, la madrugada del 22 de enero de 1969, había soñado que su esposa le era infiel con su mejor amigo. Rumió sus celos durante toda la jornada de su trabajo y poco a poco llegó a la convicción de que había recibido un mensaje de los espíritus y decidió lo que debía hacer.

Regresó al hogar  y con engaños, sin que nadie lo notara,  llevó a la presunta infiel a un paraje solitario  y la asesinó a golpes de piedra. Luego sepultó el cuerpo  de Agustina Belisario  Capacoila y al día siguiente corrió la voz de que ella había abandonado el hogar con rumbo desconocido. Los familiares de la víctima no le creyeron y lo denunciaron a la policía, cuyos agentes lograron que rápidamente confesara su crimen.

Sin perdón por cálculo político
El juez penal de primera instancia lo halló culpable y  el Tribunal Correccional de Arequipa lo condenó a la pena capital y al pago de 30 mil soles de reparación civil  a favor de los deudos. Ante la apelación, la Suprema había confirmado la sentencia y ordenando su ejecución. Ni Apaza, ni su predecesor  en ir al patíbulo días antes en Tacna, supieron que eran carne de cañón en un conflicto político social en la cumbre, entre hombres que se arrojaban entre sí, su carne y su sangre, en beneficio de sus propios fines.

En este caso el general Velasco también se negó a ejercer su prerrogativa de conmutar la pena. Pudo haberlo hecho, pero su cálculo político fue dejar que ejecutaran al segundo reo para usarlo como motivo suficiente de la inminente intervención contra el Poder Judicial

Los comentaristas de los diarios de la revolución Expreso, Extra y La Crónica, habían revelado ya que la seguidilla de sentencias capitales que probablemente iba a continuar, era parte de una conspiración derechista, de los enemigos de la revolución, con la finalidad de exacerbar el rechazo de la población del sur contra el régimen de Velasco, malograrle su gira celebratoria del tercer año de la revolución ni capitalista ni comunista y por qué no, propiciar un levantamiento “popular” que sirviese de base de un pronunciamiento mayor.

Los vocales supremos que confirmaron la condena de Apaza fueron: Octavio Torres Malpica, Enrique Cuentas Ormachez, García Salazar, Alejandro Bustamante Ugarte y Ricardo Nugent, el mismo tribunal supremo que un año antes había condenado a muerte  al llamado “Monstruo de Cajamarca”, Ubilberto Vásquez.   


Los últimos días
Al salir del penal de hablar  con el hombre en capilla, sus hijas Francisca y Alejandrina, ambas adultas, con lágrimas en los ojos,  nos contaron que  habían  perdonado a su padre, le habían entregado ropa limpia y ayudado a repartir sus herramientas, su  equipo de carpintería,  algunos muebles acabados y en construcción, entre los reclusos que se habían convertido en sus discípulos en el arte de la ebanistería. Se iban a la funeraria a arreglar todo para el entierro del día viernes 17 de setiembre, fijado como fecha de la ejecución.

El abogado defensor, César Villalba, nos dijo que al mediodía había enviado  a Lima el pedido de clemencia dirigido al Presidente Velasco y  que confiaba  en que, tratándose de una segunda ejecución judicial en menos de 48 horas – todo un record en el país y quizá en el mundo – el general podría conmoverse y evitar el nuevo derramamiento de sangre. También nos informó que otros 535 arequipeños, entre notables y simples, habían hecho el mismo pedido mediante cartas y telegramas.

Nos contó también que Apaza se había transformado en todo un predicador de la palabra de dios a nombre de la iglesia adventista y que decía que ya había sido perdonado por el creador a cuyo lado iría luego de su inminente muerte.

El jueves 16 de setiembre, al mediodía llegó el expediente de la ejecución por vía aérea. Los recibió el juez de primera instancia Luis Burga Febres, con cara de yo no fui.  Esa misma tarde, Palacio de Gobierno confirmó que el régimen militar no iba a intervenir en el tema. La suerte de Apaza estaba echada y nosotros debíamos pasar una nueva noche en blanco para ser testigos, aunque sea de lejos, de su muerte a manos de la ley.

A las 4 de la madrugada del 17 de setiembre, mientras afuera tiritábamos por el intenso frío y nuestros dientes castañeteaban  a cada momento, dentro del penal Apaza se despidió de sus pastores de aflicción diciendo: “Los bendigo a todos. Voy hacia Jesús. Tengan Misericordia y ayuden a mis hijas”. Poco antes había encargado entregar sus tres frazadas y su ropa de carpintero a sus mejores alumnos. Luego,  quedó a cargo del jefe del pelotón de fusilamiento.

En eso llegaron a la entrada del presidio Inocencia, hermana de Apaza y su tía Francisca, llorando a mares e  intentando ingresar para  acompañarlo en el trance final. Entonces  el relativo silencio de la gélida madrugada arequipeña se rompió súbitamente con una poderosa y trágica detonación. Eran las 4 y 35. Escuchamos también el tiro de gracia y luego, aunque muy lejanos, los lamentos de dolor y desconsuelo de  algunos de los presos. Doña  Inocencia y doña Francisca, arrecieron también su llanto.

Presenciaron la ejecución el juez Burga Febres, el alcalde Raúl Cuadros, el abogado del reo, Villalba, el capellán del presidio, José de la Vega un médico legista y el secretario del juez.

Al salir, el juez estaba demudado y tembloroso y antes de que le preguntásemos cómo fue, nos dijo:
-Dios dice. No matarás, pero ya ven… ¿qué podemos hacer? – Y, se fue raudo hacia su automóvil.

El gran cortejo.  

Antes de las seis de la mañana, la funeraria “Carlos Medina Valdivia”, se llevó el cuerpo. Para ahorrar esfuerzo, afectado por una depresión anímica creciente, le dije a Zavaleta que iríamos a esperar el entierro en el cementerio.

A eso de las once de la mañana, en el camino, nos dimos con una verdadera sorpresa. Extrañamente, por las calles arequipeñas un cortejo de unas siete mil personas acompañaba al  féretro de Apaza. ¿Qué es esto?, me pregunté. ¿Quién y cómo los había convocado? No había respuestas. Los acompañantes llevaban flores amarillas en las manos y algunos, velas encendidas, en silencio. A un viejo andino de rostro curtido por el sol con una tez aceitunada por los rayos ultravioletas, le pregunté.
-Taita, ¿por qué tanta gente?
- Sangre de Apaza es de apus; santo es el, pues, por eso – me respondió con total convicción  y se fue. Quedé con más preguntas  que respuestas.

Realmente impresionados seguimos al cortejo que terminó pasado el mediodía. Un cúmulo de flores quedó al pie de la tumba.

La revolución contraataca
En los días siguientes, en Lima, se confirmó la versión de que las “vacas sagradas”  se alistaban a revisar dos casos más de sentencias de muerte, uno en Puno y otro en Iquitos. Ni modo. Pedro Franco me dijo que me preparase para ir. El Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada, emitió entonces un comunicado en el que denunciaba la conspiración contrarrevolucionaria de los vocales supremos para desprestigiar al proceso revolucionario peruano. Anunciaba que, en respuesta, el gobierno procedía a abolir la pena de muerte en el país y a destituir  en el acto y de un plumazo a todos los integrantes de la Corte Suprema de Justicia. El puneño y el loretano, éste último alguien cuyo crimen contra una niña de once años cubrí con detalle en 1969, se salvaron del paredón  y cumplieron cadena perpetua.

El culto a Apaza Quispe  
 Desde entonces y durante muchos años, para mí, el tema de la devoción de la población andina de Arequipa hacia la memoria del ejecutado  Apaza Quispe, fue una cuestión sin resolver. Era todo un contrasentido, un entrevero de la razón, que alguien convicto de asesinato y ejecutado por eso fuese venerado como un hombre santo.

En 1987, durante la administración demócrata cristiana encargada del Banco Agrario del Perú, por ser aliada política del APRA durante el primer alanismo, se ideó un programa de recuperación de andenes para ampliar el área cultivable en la Sierra. Un arquitecto- antropólogo peruano de apellido Gómez de La Torre, con los créditos de haber trabajado para la ONU en materia de recuperación de monumentos arqueológicos del Asia y de Egipto, fue convocado para elaborar un perfil del proyecto.

Entonces, lo invitamos a un viaje de trabajo por Cusco y Puno junto  con los mandamases del banco de entonces. Gómez de la Torre era entonces  un hombre sabio y hoy, si aún vive, debe ser más. Conocía la historia de la humanidad, de la civilización, cultura por cultura, tribu por tribu, costumbre por costumbre. Y, en la práctica, fue un guía de lujo para todos, cuando recorrimos Sacsayhuaman, Ollantaytambo,  Machu Picchu, las chulpas de Sillustani y otros vestigios de los quechuas imperiales y de los aymaras thiahuanaquenses.

Ese hombre sabio fue el que descifró para mí el enigma Apaza: desde tiempos inmemoriales, la mayoría de las culturas consideró a la fuerza reproductiva de la tierra como  uno de los principales factores sagrados de la existencia, junto con la presencia de poderosas fuerzas sobrenaturales que interactuaban con los humanos y les rindieron culto. Dedujeron también  que las dificultades y problemas de sequía e inundaciones, se debían a incumplimientos  de los humanos con los apus y siendo que la sangre es el líquido de vida, era también la mayor ofrenda que se podía entregarles en son de sumisión y súplica.
Ese es el origen  de los sacrificios humanos para el vertido de la sangre hacia la tierra. Lo hicieron los chavines, en los albores del estado andino, los moches, ante los embates del fenómeno de El Niño, siguieron haciéndolo los Cupinsnique  y los Sechín, según los bajos relieves de Casma. Comprobadamente lo hicieron también los andinos de Sur, que sacrificaron a la doncella “Juanita” en lo alto del Sabancaya. Lo hacían también y hay la sospecha de que siguen haciéndolo los aymaras del altiplano, en los cerros cutimpos del Collao.

En consecuencia, para los originarios peruanos, así como para otras culturas, la sangre derramada, así como la memoria de la personal aportante de ella, constituyen una especie de conexión  entre los simples humanos y los grandes espíritus. Para los andinos arequipeños, la sangre derramada de Apaza Quispe, un hombre que se arrepintió de su falta, tiene este significado de sacrificio y, por tanto, él deviene en un intermediario, en un interlocutor entre los hombres, entre su pueblo y los seculares  dioses andinos sureños, capaz de escuchar ruegos y plegarias y obtener su atención y cumplimiento por parte de los apus.

Con ligeras variantes, este es el mismo caso de Ciro Castillo Rojo. Este joven, independientemente de las circunstancias de su muerte, vertió su sangre hacia el suelo arequipeño en una inmensa hendidura del  monte Bomboya. Además, era un hombre joven, fuerte y saludable, libre aún de cargas negativas de la vida. Para la configuración mágico-religiosa andina sureña, es todo un ángel de bondad cuyo espíritu seguirá por mucho tiempo recorriendo el Colca y el Bomboya y muy bien podría estar cerca de los dioses, con capacidad de hablarles de los ruegos y plegarias de los simples de Cailloma y por qué no de toda Arequipa.  
¿Quién se atreve  a decir que no?

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