Serie RECORDANDO SIN IRA (II)
DEL ÁNGEL VÍCTOR APAZA QUISPE
AL ÁNGEL CIRO CASTILLO
(Primera parte)
El sentido homenaje y adiós que
una multitud de habitantes de Arequipa dio a los restos del malogrado
estudiante de ingeniería forestal, Ciro Castillo Rojo, disparó mi memoria cuarenta años atrás, hacia el fusilamiento y
entierro del convicto por asesinato, Víctor Apaza Quispe, en setiembre de 1971.
¿Por qué? Por dos similitudes. La
primera: el doliente gentío presente en los funerales. La segunda: la expresión
de la creencia popular andina de que el uno y el otro, por razones no muy bien
explicadas, habrían subido a la categoría
de personas sagradas, de hombres santos, dignos de veneración.
En el caso del fallido ingeniero
Ciro Castillo, eso está por verse. Quizá el hecho geográfico de que su tumba
definitiva esté lejos, sea una dificultad insalvable para su veneración.
Sin embargo, en el caso de Apaza
Quispe, es una realidad innegable y fácilmente contrastable con solo ir a su
tumba, en el cementerio arequipeño de La Apacheta, convertida hoy en el centro del culto a su memoria y a su
presunto poder de ser intermediario entre los sufridos mortales y - no se sabe a ciencia cierta - el dios tipo judeo-cristiano o los ancestrales
apus o espíritus protectores regionales
de nuestro sur andino.
La Corte Suprema de Justicia contra la Revolución
Era el año 1971 y el 3 de octubre
de ese año, se iba a cumplir el tercer aniversario de la revolución de las Fuerzas Armadas que
había llevado al poder al general piurano Juan Velasco Alvarado. El proceso
revolucionario estaba en todo su apogeo y el régimen había anunciado que
celebraría la fecha con una vasta gira de Velasco por el sur, con mítines en
Cusco, Juliaca, Puno, Tacna, Arequipa e Ica. Eran tiempos en que el viaje de un
presidente, por más dictador que fuera, era
todo un acontecimiento.
“El Chino Velasco” gobernaba con mano de
hierro, anunciando reforma tras reforma remeciendo las “estructuras” del país,
tratando de liquidar a la oligarquía terrateniente ex dueña del país, a la que
había quebrado con su famosa y vituperada reforma agraria.
Por entonces el grupo de poder
retador eran las “vacas sagradas” del Poder Judicial, o mejor dicho, los
representantes de la oligarquía en la Corte Suprema, quienes con sus fallos
aseguraban que en el Perú fuese más fácil que un camello pasara por el ojo de
una aguja, que un campesino ganase un juicio por tierras a un gamonal. Este apenas era la coyuntura de un contexto
político, social y económico convulso.
Yo era un joven reportero del
diario Expreso de Lima, por entonces a cargo de sus sindicatos, tras su expropiación decretada de un plumazo por Velasco Alvarado.
En eso había desembocado la permanente oposición al régimen que hacia su
propietario, el financista Manuel Ulloa Elías, ex ministro de economía y
finanzas del depuesto primer régimen de Fernando Belaunde Terry.
Mi sueño se había vuelto
realidad. A los 21 años y tras solo nueve meses de trabajo, ya era parte del
equipo de “política” del diario dirigido por Efraín Ruiz Caro e integraba el reducido y exclusivo club de “enviados
especiales”, a quienes asignaban las misiones más importantes, pero difíciles, fuera de Lima.
Ese 10 de setiembre, al regresar
de no recuerdo qué comisiones, Pedro Franco, el flaco jefe de
informaciones, me dijo:
-Prepárate, Paiche, te vas a
Tacna mañana con el negro Fidel Zavaleta.
- ¿Qué ha pasado?
-Van a fusilar a un patita…
-¿A quién, a un político, como en
la Revolución de Octubre?, pregunté en tono de broma.
-No, todavía no. La Corte
Suprema, ha ordenado que maten a un preso. Termina tus notas de hoy y te daré el despacho del corresponsal. Apúrate
y haz los trámites de pasajes y viáticos.
Fidel, era un veterano reportero
gráfico, bromista, bebedor, juerguero, buen amigo, imposible de hacer daño ni a
una mosca. Se alegró al saber lo del viaje. “Podremos comprar contrabando en
Tacna”, dijo frotándose las manos, insensible, encallecido ante lo que íbamos a
cubrir.
Fusilamientos contrarrevolucionarios
En Tacna, bajamos del avión y
fuimos directamente a la cárcel en pos de mi primer enfrentamiento con la muerte.
El alcaide René Lajos Velarde, se alegró al vernos y con gran amabilidad nos
llevó hasta la celda del hombre en capilla. Lo entrevistamos ampliamente y
Zavaleta quemó dos rollos fotografiándolo hasta más no poder.
El condenado, FELICIANO HELI
VIZCARRA CUAYLA, era un pobre hombre bajito y flaco, un ser esmirriado. Era de
Caruma, provincia de Mariscal Nieto, en Moquegua, donde, un año antes, convencido
de que lo habían traicionado, mató a su
esposa y a la hija nacida días antes.
-¿Eres culpable, asumes tu culpa?,
fue la pregunta clave.
- Yo la quería. Lo demás, todo lo
dejo en manos de mi señor…
Era culpable, por lo que en
primera y segunda instancia, aplicando la ley vigente, lo habían condenado al
paredón. Meses antes, siguiendo un impulso que parece común en todos los que
enfrentan trances de cercanía a muerte anunciada, se había vuelto feligrés de
la iglesia evangélica adventista, pero también recibía el auxilio del cura católico que asistía a la prisión.
Tacna, ciudad intensamente fenicia,
no se conmovió mucho con el trance. Ni con la negativa de Velasco Alvarado a
conceder al reo la gracia de la conmutación de la pena por la de cadena perpetua.
El comercio, sobre todo el contrabando
de electrodomésticos, seguía intenso en sus varios mercadillos.
Cuando al día siguiente, el tema
apareció en varios diarios de Lima, por orden superior, el alcaide cerró el
acceso al preso.
Fuimos aproximadamente una
treintena de friolentos periodistas que no dormimos la noche entre el 13 y el
14 de setiembre montando guardia en los
alrededores del penal, a bordo de vehículos.
Al amanecer la Guardia
Republicana, encargada de la vigilancia de los penales y de ejecutar al reo,
quiso burlarnos. Los guardias sacaron a
alguien cubierto con una frazada y lo subieron
a una camioneta policial que partió hacía Pachía, en dirección a
Juliaca. Pero nosotros no caímos en la
jugada. Veinte minutos después, sacaron a Vizcarra y lo llevaron hacia el cerro
Arumtum, en las afueras. Varios vehículos policiales se interpusieron para
detenernos.
La descarga sonó cuando estábamos
como a dos cuadras. De inmediato oímos el tiro de gracia. Llegamos a la carrera,
sin aliento. El cuerpo, ensangrentado a la altura del tórax y la sien derecha,
estaba aún atado a un poste. El tiro de gracia había perforado la venda que
cubría sus ojos. La niebla tacneña se
disipaba gradualmente y alcancé a ver al jefe de los fusileros, el del tiro de
gracia, subiendo a la cabina de un camión portatropa de la Republicana, en cuya
tolva iban los demás del pelotón de ejecución. El vehículo partió, raudo.
Personal del presidió desató al
cadáver, lo puso en la camilla de una ambulancia del Hospital de Tacna. El vehículo
partió hacia la morgue en donde lo entregarían a los familiares del ejecutado,
quienes habían dicho que lo sepultarían en Caruma.
El cura católico seguía rezando
contrito con las palmas de las manos juntas, de pie ante el poste ya solitario.
Me acerqué y le pregunté cuáles habían sido
las últimas palabras de Vizcarra.
-Los perdono y al señor, pido que
me reciba en sus brazos -, me respondió con los ojos inundados por lágrimas
contenidas.
Me retiré sintiendo que también
iba a llorar, afectado profundamente por el ajusticiamiento, volviéndome a
preguntar como lo había hecho cientos de veces en los últimos días, si en
verdad valía la pena eso de ojo por ojo,
diente por diente. No pude desayunar, sentía que no tenía estómago y un
cansancio infinito. No obstante, tampoco pude descansar…
A las once de la mañana, todos
los enviados especiales nos encontrábamos en el terminal de pasajeros del
aeropuerto de Tacna, esperando al “Faucett” que nos iba a llevar a Lima a
escribir nuestras notas, directamente en nuestros diarios y televisoras, cuando
en eso me llamaron por el altavoz.
-Señor Olortegui, señor Elmer
Olortegui, tiene una llamada de Lima, acérquese a la cabina de radio…Señor,
Olortegui…
Era mi Jefe de Redacción, el
entonces famoso Paco Landa:
-Paiche, escucha. No te
embarques. Toma un auto expreso y ve a
Arequipa. Ahí van a fusilar a otro.
- ¡¿Qué!?
-La Corte Suprema ha confirmado
la sentencia. Es una maniobra contrarrevolucionaria de los vocales
reaccionarios de la derecha. Llegarás a Arequipa a las tres de la tarde. Pasas tu despacho
desde allí. Manden los rollos por Faucett y váyanse de inmediato. El
distribuidor de Arequipa les dará dinero…”
-Paco, ¿quién es el condenado?
-Un tal Víctor Apaza Quispe.
“Los supremos se han vuelto locos
asesinos”, pensé, mientras iba a contarle las nuevas a Zavaleta, a la vez que escuchaba que la misma voz que me había
llamada por el altavoz, convocaba al enviado de La Crónica. Uno a uno la misma
voz llamó a los colegas de Lima para recibir la misma orden. En grupos de cinco alquilamos
taxis expresos y partimos a Arequipa.
(Continuará)
Mi abuelo Angel Chire me conto la historia de Feliciano Heli Vizcarra Cuayla. Mi abuelo estuvo presente cuando lo fusilaron. Me conto como la guardia engaño a muchos periodistas y unos cuantos llegaron despues del fusilamiento. Mi abuelo fue quien le llevo el mensaje Adventista a Feliciano, y el pudo ver como realmente cambio su vida despues de recibir el mensaje. Al conversar antes de ser fusilado, le decia a mi abuelo, y al pastor Iturrieta que lo acompañaba, "Las balas pasaran mi cuerpo, pero no mi espiritu." Y ya atado al poste de fusilamiento se despedia diciendo "hermano Chire, pastor Iturrieta, los espero en el cielo." Mi abuelo cuenta que Feliciano murio tranquilo, reconociendo lo que hizo, pero con la seguridad del perdon y la esperanza de la salvacion en Cristo.
ResponderEliminarPathrosCardenas@gmail.com