domingo, 13 de noviembre de 2011



Serie Recordando Sin Ira - IV
La negra historia del golpe de estado contra Balta, el linchamiento
y el canibalismo con los restos de los hermanos Gutiérrez

Prologuito
Tras la independencia, como la mayoría de ex colonias españolas en América, el Perú se convirtió en campo de batalla de caudillos militares  que creían  tener  derecho a hacerse del poder a sangre y fuego. Eran  tiempos turbulentos. El país vivía al ritmo de “revoluciones por minuto” y en las pocas campañas electorales que se lograron realizar no había “guerras sucias” como ahora, sino verdaderas y crueles batallas con cientos de muertos y heridos.    
En 1872, la llegada del primer civil al poder mediante elecciones, hecho que marcó el fin del  “primer militarismo”, no fue fácil. Ocurrió después de una  tragedia política sangrienta y horrorosa en la que se mezclaron  ambición,  abuso,  manipulación,  la cruel y sanguinaria acción de hordas, la lucha por la legalidad y hasta  canibalismo. Una historia que actuales actores políticos deben conocer por las lecciones que encierra.

Personajes principales
·          Coronel José Balta. Presidente de la República. Último jefe del “primer militarismo”. Militar profesional, veterano de rebeliones, asonadas y golpes de estado. Llegó al poder mediante elecciones el 2 de agosto de 1868, para un período de cuatro años.
·          Manuel Pardo y Lavalle.  Candidato presidencial “revelación”  y favorito de entonces. Joven,  representaba a la naciente burguesía, pero con matices aristocráticos. Fue lanzado por La Sociedad de Independencia Electoral, embrión del partido civilista y  ofrecía algo así como un “futuro diferente” en una   “República Práctica”. En campaña, visitó  el barrio negro de Malambo y en gesto político audaz en esos tiempos  aceptó el abrazo y un beso en la boca de una morena quien lo llamó  “Mi niño don Manuel”. Como los tiempos cambian, en la última campaña, el candidato Pedro Pablo Kuzcinsky, aceptó que una morena chalaca le agarre los testículos ante decenas de cámaras de televisión como expresión de su preferencia electoral por el “gringo” PPK.   
·    Coronel Tomás Gutiérrez.  Ministro de Guerra y Marina, muy amigo de Balta, leal a toda prueba. Militar arequipeño, de origen campesino, tenido por ignorante y abusivo. Ganó sus galones en el campo de batalla. Veterano de sublevaciones, había recibido y perdido dos veces el grado de general. Además, había sido diputado. Sin embargo,  él y sus hermanos no formaban parte del exclusivo círculo de militares aristocráticos que ejercía el poder. Por cobrizos, eran “patitos feos” dentro de la alta oficialidad.
·         Coronel Silvestre Gutiérrez. Uno de los jefes militares de Lima. Apodado “Cabeza Rota” por una herida de guerra en la cabeza. Tenía un carácter feroz. Ordenó dar doscientos azotes a otro coronel acusándolo de conspirar contra Balta. Estólido, pero decidido.
·      Coronel Marceliano Gutiérrez. Comandante del Batallón “Zepita” acantonado en el cuartel San Francisco. También kurdo y malgeniado. Mandó también dar doscientos  azotes a  un policía militar acusándolo de actuar contra el gobierno.
·      Coronel Marcelino Gutiérrez.  Comandante del Cuartel Santa Catalina de Lima. Era el menor de los hermanos, considerado el más pacífico.
·          Mayor Narciso Nájar, capitán Laureano Espinoza y teniente Juan Patiño. Asesinos del Presidente Balta.
·          Capitán de apellido Berdejo y Jaime Pacheco. Asesinos de Silvestre
·          Coronel Francisco Diez Canseco, Presidente del Congreso y Segundo Vicepresidente de la República

La coyuntura
A mediados de 1871, Balta terminaba su régimen con la caja casi vacía, luego de haber desarrollado su programa de obras públicas con los recursos que le había proporcionado el corrupto Contrato Dreyfus” para la explotación del guano, el cual se convirtió después, en una abultada deuda pública difícil de pagar. 
Enfrentando críticas por manirroto y temiendo ser investigado por corrupción, Balta convocó a elecciones con la firme intención de conseguir que un allegado le cubriese las espaldas. 
Como era común en esos tiempos la campaña electoral  se hizo a tiros, bayonetazos y golpes.
En las elecciones de los miembros de los “Colegios Electorales”, ganaron los pardistas.  En noviembre, persistiendo en su plan de dejar el poder a un amigo, Balta propuso al país la candidatura única del civil Manuel Arenas, pero sólo Echenique aceptó. Pardo y Ureta, no.  
En respuesta,  el régimen clausuró el diario pardista “El “Nacional” y meses más tarde cerró “El Comercio” de Manuel Amunátegui, por apoyar  a Pardo.
Hay sospechas históricas de que al darse cuenta que llevaba las de perder, Balta aprobó un “Plan B”, o sea, “por las malas” y,  quizá por eso, el 7 de diciembre nombró como  Ministro de Guerra y Marina a su amigo, el coronel Tomás Gutiérrez, alarmando al pardismo.   
Pero, finalmente, en  mayo de 1872, Manuel Pardo y Lavalle ganó la presidencia  y un tercio de las curules del Congreso. Fue nuestro primer presidente civil, elegido. Tenía apenas 37 años.  
Desesperado, Balta pensó en convocar un Congreso Extraordinario para revisar la votación, impugnar los resultados y cerrar el paso a Pardo, pero dio marcha atrás e hizo que su Ministro   Gutiérrez aumentara el número de soldados acuartelados en Lima al mando de sus hermanos. Con más de siete mil solados, el “Plan B” contra el electo presidente  Pardo, quien debía de asumir el 2 de agosto, seguía en marcha. Pero, más que a Balta, la victoria del encopetado “civilito” había desagradado sobremanera  al Clan Gutiérrez.
Según Jorge Basadre, los Gutiérrez consideraban a Pardo un desastre para el Ejército y para ellos mismos. Por eso aceleraron el “Plan B”, un autogolpe de estado.

Propuesta de golpe de estado
Desconfiando de los marinos pro pardistas, el Ministro Gutiérrez ordenó entonces que fueran retirados los arrancadores de las máquinas de los buques de la Escuadra surta en El Callao, pero falló porque los jefes navales, sospechando la trama, le ocultaron que cada nave  tenía varios juegos de dichas piezas. Este pequeño dato fue clave para la acción de La Marina.
Seguro de haber desactivado a los marinos, a nombre del clan, Tomás  propuso a Balta el  autogolpe.
Basadre dice que  tras pensarlo dos veces y recibir consejos de amigos, entre ellos del ferrocarrilero Enrique Meiggs, el Presidente  se negó rotundamente durante una  dura reunión con su Ministro. Así selló su propia muerte.
Hay sospechas de que el Presidente no aceptó el autogolpe porque había acordado reservadamente con Pardo, un manto de silencio sobre su régimen, pues a los dos les convenía no hacer olas sobre el Contrato Dreyfus.
Los Gutiérrez desencadenaron entonces el Plan C que Balta desconocía

El golpe
Al mediodía del  22 de julio de 1872,  Balta se reunió en Palacio   Miguel Grau, comandante del “Huáscar” y con Aurelio García y García, para hablar sobre la Armada y el problema salitrero en el Sur. Iba a reencontrarse con ellos en la noche  en el matrimonio de su hija, Daría.
A las dos de la tarde, siguiendo la  rutina  el coronel  Silvestre Gutiérrez entró a Palacio de Gobierno al mando de dos compañías de soldados, so pretexto de  relevar la guardia. En realidad iba a relevar al Presidente. Apoyado por un pelotón apresó a Balta  cuando éste discutía con  su  esposa y Daría, la novia, los últimos detalles de la boda.
En ese mismo momento, en la Plaza de Armas, otro Gutiérrez,  el coronel Marceliano, al mando de su batallón  proclamaba a su hermano  Tomás, como Jefe Supremo de la República, elevándole el grado a general.
En un coche, la tropa llevó a Balta al cuartel San Francisco, controlado por Marceliano.   El flamante general Tomás Gutiérrez entró entonces a Palacio y aceptó ser  dictador.  Firmó su primer  decreto, pero no desató una amplia redada de opositores, muy de estilo en aquel tiempo. Estaba muy  seguro de su poderío militar.
Sus hombres sólo se preocuparon por cerrar el Congreso, por tratar de apresar al Presidente Electo y  quitarle el mando del Callao a Pedro Balta,  hermano del presidente.
La noticia del traicionero golpe  se difundió velozmente hundiendo inicialmente en desconcierto a las fuerzas políticas  y  a la población.  
A la carrera, el Congreso se reunió esa tarde,  condenó el pusht declarando a los Gutiérrez “delincuentes de lesa patria”, pero fue disuelto a culatazos por la tropa.  
El Presidente Electo, Manuel Pardo, huyó  hacia Chorrillos disfrazado de cochero de  carro de mudanza y aunque se  extravió,  finalmente llegó a Chilca.
En Lima, sin embargo, el  golpe no progresaba. Las otras  unidades militares no se plegaban. Sus jefes optaron esperar  a ver qué decían otros mandos de  los círculos aristocráticos.
Lo mismo hizo la mayoría de guarniciones del interior. Pero, lo peor fue que la Escuadra se puso  rápidamente al lado de Pardo y no aceptó sumarse. Los buques tomaron posiciones de ataque, demostrando que de nada había valido la orden de inmovilizarlos.
El nuevo dictador Tomas Gutiérrez conminó entonces al  Comandante Naval, capitán de navío Diego de la Haza, enviándole por telégrafo  la siguiente orden:
“Señor Comandante General de Marina: Ordene Ud., que la Escuadra secunde el movimiento que se ha hecho en Lima. Se ha botado (sic) al Congreso y don José Balta está preso. Su afecto amigo, Tomás Gutiérrez. Lima, julio 22 de 1872”.
De la Haza dijo  no y se mantuvo en sus trece. Desplazó la Escuadra a la Isla  San Lorenzo. En los días siguientes los hechos se desbordaron, así:
En la  madrugada del 23, la Escuadra se desplazó a Chilca y   embarcó al  presidente Pardo  en el  Monitor  Huáscar; de allí lo transfirieron a  la fragata “Independencia”. Así las cosas, la Escuadra enrumbó al sur.  Al amanecer, en el Callao,  el alto mando naval lanzó  su proclama de condena al golpe y de apoyo a Balta.  
La capital despertó semiparalizada. Y, ¡oh, sorpresa!, los diarios  La Sociedad (católico), La Patria (pro Dreyfus), no publicaron  una sola línea del golpe. La mayoría de las oficinas públicas no abrieron.  A Palacio, empezaron  a llegar  telegramas de adhesión de autoridades y jefes militares de algunas  ciudades y guarniciones del interior. Al mediodía  las legaciones diplomáticas estaban repletas de asilados.

La reacción pardista
A esa misma hora, las líneas del telégrafo de Lima fueron cortadas Se inició entonces la reacción pardista. Sus comités políticos estaban intactos, coordinados y con dinero. Su consigna  era  quebrar al gutierrismo en sus propios cuarteles.
En la tarde  circuló el rumor de que los jefes de las  unidades de artillería de Lima rechazaban el golpe y en la noche los agitadores pardistas consiguieron que  numerosos soldados  desertara entregando sus armas y municiones a cambio de dinero y alcohol.    
Al día siguiente, el 24, una tensa calma domina la capital. La Escuadra fondeó durante unas horas en las islas Chincha  y  luego  prosiguió navegando  hacia el sur.
El 25, estalló una rebelión pardista en el Callao. El coronel Silvestre Gutiérrez llegó desde Lima con sus hombres y la sofocó rápidamente. Regresó dejando en el puerto un contingente para asegurar el inminente destierro de Balta, prometiendo a sus parciales  regresar al día siguiente con ascensos y dinero.
Pero, en Lima, soldados y empleados públicos siguieron desertando en grupos de los cuarteles y de  las oficinas estatales.
En Palacio, el dictador intentó armar un proceso judicial contra los pardistas acusándolos de corromper a la tropa con dinero y cheques falsos  para que  asesinaran  a sus jefes.
El asunto no avanzó más porque la lealtad de los soldados en los cuarteles empezó a flaquear. Durante la noche los pardistas se atrevieron  por primera vez a dar  vivas a Pardo y mueras a los Gutiérrez en las calles y se enfrentaron a tiros con soldados leales a los golpistas.

La carnicería del 26
En la madrugada del 26 de julio, la Escuadra  fondeó en  Islay. A eso de las once de la  mañana, el coronel Silvestre Gutiérrez,  muy seguro de su poder,  luego de recibir en Palacio dinero y los ascensos prometidos a sus fieles, fue a pie, solitario, sin ningún guardaespaldas, hacia  estación del ferrocarril con intención de ir al Callao.
Iba  uniformado, orondo él, armado con sólo un revólver al  cinto y un látigo en la mano. Al pasar por la calle Mercaderes compró varias gorras militares.
Fue entonces que  varios grupos hostiles comenzaron a rodearlo, pero empezaron a insultarle recién cuando se acomodó en uno de los  vagones. Irritado por los insultos, Silvestre disparó su revólver  a través de la ventanilla del tren, hiriendo a uno de los manifestantes.
De inmediato, en medio del desbarajuste un capitán de apellido Berdejo y Jaime Pacheco, quienes se encontraban entre los manifestantes,  dispararon sus revólveres contra Silvestre, hiriéndolo. Entonces ardió Troya.
Los manifestantes, se convirtieron en un instante en horda, asaltaron el tren y se abalanzaron contra el militar herido. Sacándolo del transporte a rastras lo masacraron a golpes hasta matarlo,  en medio de un charco de sangre. Los pardistas se apoderaron del dinero, de los despachos y  desnudando al cadáver se  llevaron la ropa, el látigo, la gorra y el arma del militar hacia  la Plaza de Armas donde los exhibieron como trofeos.
Justo en ese momento, salía de Palacio el jefe de la policía, coronel José  Rosa Gil,  luego de proponer al  dictador que acabara con su aventura  sometiéndose   a la autoridad del segundo  vicepresidente de la república Francisco Diez Canseco,  a cambio del exilio.
Al enterarse de lo ocurrido, el jefe policial se fue del lugar raudamente.  Horas después, alguien piadoso llevó los restos de Silvestre  a la iglesia de Los Huérfanos.

Magnicidio
El reguero de sangre había comenzado. Cuando el dictador se enteró del asesinato de su hermano, no se le acabó el mundo. Sereno, escribió una nota a Marceliano quien custodiaba  a Balta en el cuartel San Francisco, diciéndole: “Marceliano an muerto a Silvestre. Asegúrate.
Marceliano fue entonces a Palacio con hombres del Batallón  “Zepita”.
No se sabe si Marceliano se fue de San Francisco dando la orden de que mataran a Balta, pero mientras iba con su hermano Tomas, de Palacio al Cuartel de Santa Catalina, el mayor Narciso Nájar, el capitán Laureano Espinoza y el teniente Juan Patiño, custodios de Balta,  acribillaron al Presidente cuando apenas había empezaba su  siesta. Minutos después, la ciudad  se estremeció al conocer la noticia de boca de las mujeres de algunos soldados que servían en el Cuartel San Francisco y que huían del lugar despavoridas para escapar de las consecuencias.
Entre cuatro y cinco de la tarde, acordando que Tomas junto con Marcelino resistiría cualquier ataque, en Santa Catalina, Marceliano partió con sus hombres  hacia el Callao para detener otra revuelta, pero allí encontraría la muerte.
Mientras Marceliano salía de Lima, tropas leales al régimen de Balta, al mando del  segundo vicepresidente Francisco Diez Canseco, tomaron Palacio de Gobierno a tiros. Centenares de pardistas se sumaron entonces al contragolpe.
Una vez asegurado Palacio, las tropas y la turba marcharon hacia Santa Catalina y pusieron sitio con barricadas, fusiles, cañones. Cortaron el suministro de gas y agua al cuartel. Los sitiadores atacaron a  tiros a los encerrados. Las tropas gutierristas respondieron al fuego.
A las nueve de la noche, los sitiados ejecutaron un desesperado y arriesgado plan de fuga. Los fusileros del cuartel lanzaron una carga sostenida de proyectiles que hizo retroceder a los sitiadores. El dictador y su hermano Marcelino salieron entonces  disfrazados de paisanos.
Marcelino logró esconderse en una casa cercana, pero el dictador tuvo terrible suerte. Cuando huía a pie, a pocas cuadras del cuartel, una patrulla al mando del coronel Domingo Ayarza, lo detuvo y lo reconoció. Tomas, se declaró sorprendido por la noticia del asesinato del Presidente Balta.  Allí, comenzó su calvario.
En medio de una multitud creciente y rugiente sus colegas militares lo llevaron  hasta la esquina de la Iglesia de San Pedro, donde Ayarza lo entregó  al civilista Lizardo Montero, quien iba a caballo, al mando de otro grupo.

Sed de venganza y sangre
Ante el rugido de la multitud que exigía la cabeza de Tomás, Montero y su grupo lo llevaron sólo hasta  la esquina de Carabaya y Ucayali donde lo abandonaron a su suerte. La horda entonces atacó al desgraciado.
Arriesgando su vida y en un acto humanitario digno de mejor persona, Esteban Valverde, dueño de la BoticaLa Unión Peruana”, abrió la puerta de su establecimiento y salvó momentáneamente a Tomás, haciéndolo entrar a duras penas con ayuda de sus empleados. Afuera, en la noche invernal, apenas alumbrada por las farolas a gas, la horda creció  y momentos después atacó sin misericordia. Rompieron la puerta e ingresando violentamente, acribillaron a balazos al ex dictador que se había escondido en un baño. Presa de frenesí asesino, la horda llevó el cadáver a la calle y allí lo desnudaron. Alguien le abrió  el pecho de un tajo propinado con un sable militar gritando: “¿Quieres banda? Toma banda”.
Varias manos le arrancaron el corazón.   Dejando un reguero de sangre, la  caterva pardista arrastró el cadáver  hasta la Plaza de Armas y lo colgó  de un farol, frente al Portal de Escribanos. Allí, fuera de sí la multitud siguió vejando al cuerpo inerme, apaleándolo,  apuñalándolo y  cortándolo. Entonces, otra horda apareció arrastrando el cadáver de Silvestre y también lo colgó de un farol cercano al que sostenía los restos de Tomás.       

Canibalismo en Fiestas Patrias. Día 27
Sin duda, a la curia católica limeña de la época le corresponde responsabilidad por el vejamen y carnicería contra los cuerpos desnudos y maltratados de los Gutiérrez.
Es imposible que, sin su  anuencia, la horda  pardista hubiese podido colgarlos en  las torres de la Catedral durante la madrugada para después, a media mañana, cuando una muchedumbre se había concentrado en la plaza,  desatar  una fiesta macabra.
Tal vez los mismos que los habían izado, cortaron  las amarras de los cadáveres  que cayeron  violentamente convirtiéndose en estropajos sanguinolentos, en medio de un feroz griterío.
Alguien entonces sugirió llevarlos a La Exposición para que los leones los devorasen. Ganaron los que propusieron quemarlos, ahí mismo y ya. Una mente maligna parecía  coordinar la tropelía en diversos puntos de Lima. Agitadores pardistas indujeron  al gentío a saquear e incendiar  las casas de Tomás y Marceliano.
Atacaron también una panadería de Silvestre, en Pescadería, de donde  llevaron leña para armar la   gran pira en el centro de la Plaza de Armas que serviría para quemar los cadáveres.
En la tarde, cuando los restos de Silvestre y Tomás aún se carbonizaban, otra horda pardista trajo el cuerpo de Marceliano desde el cementerio Baquíjano del Callao y lo arrojó a la hoguera.
Al caer la noche, presa de furor criminal, dominada por el alcohol  y  acicateada por impulsos atávicos surgidos en tiempos primitivos, parte de la horda devoró la carne  asada de sus víctimas. Versiones parciales posteriores sostienen que quienes cometieron canibalismo fueron  sólo algunos negros borrachos.

El Presidente Electo aplaude
Días después, Manuel Pardo retornó a Lima y antes de asumir la presidencia el  2 de Agosto de 1872, sin poder contener su júbilo, alabó la terrible masacre diciendo:
“¡Pueblo de Lima! Habéis realizado una obra terrible, pero una obra de justicia…Aquellos tres cadáveres que se ostentan ante nuestra metropolitana envuelven una tremenda lección que no olvidaré jamás!”
Pardo cumplió su periodo presidencial y entregó el mando a Mariano Ignacio Prado, pero seis años después de la terrible convulsión generada por los Gutiérrez, fue  asesinado a tiros por un sargento, en la entrada del Congreso. Tenía  44 años de edad.
La Historia General de los Peruanos” – D. Valcárcel, E. Docafé y otros - , dice que Marcelino huyó a una chacra, ubicada en Majes, Arequipa.
Rechazó una propuesta de reivindicación de Pardo y al estallar la guerra con Chile se unió al Batallón de Leiva y se fue a pelear, pues eso le gustaba más que la agricultura.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario