sábado, 28 de junio de 2014

LA MATANZA ENTRE HOMBRES A ESCALA INDUSTRIAL

Hoy, domingo 28 de junio, el mundo conmemora, evidentemente con desmemoria, los cien años de una fecha fatídica para la humanidad. No es la única de este tipo, por cierto, ni la más terrible. Un día como hoy, en 1914, ocurrió el  asesinato del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, heredero del trono del  entonces imperio  austro-húngaro, cometido en Sarajevo (en la actualidad, Bosnia-Herzegovina) por el nacionalista serbio Gavrilo Princip. Un mes más tarde, el crimen detonó la primera guerra mundial, una guerra que, a punta de sangre, fuego, gran sufrimiento y mortandad, hizo ver a la humanidad que, al igual que otras actividades productivas y de servicios, el asesinar a hombres en los campos de batalla también podía hacerse a gran escala, a tono con el desarrollo de la revolución industrial  que, por supuesto, había generado  nuevo y más poderoso armamento, cuyo poderío pudo comprobarse con una carnicería descomunal.  
Es interesante y curioso anotar que, si bien la guerra es una tendencia atávica del hombre, su dimensión “industrial” partió de un hecho tecnológico productivo precursor no muy conocido. Fue la invención, en 1701, por parte del agrónomo inglés Jethro Tull, de la primera máquina sembradora tirada por dos caballos que impulsó la productividad del campo, con base en la idea sobre cómo producir más y cada vez más  y mejor  a menor costo, para obtener más ganancia. Como es sabido, cincuenta años después, esta idea generó la revolución industrial, el modo de producción capitalista, o la mejor manera de que la mayor parte de la riqueza siempre sea de unos pocos.
Sin duda, hubo otros hechos precursores impulsados por la ciencia y la investigación, como los planos de Papin de una máquina a vapor con los cuales el herrero Newcomen construyó la primera bomba de agua a vapor; su mejora por Watt dándole el poder de cambiar el movimiento rectilinio al circular, posibilitando un sinfín de aplicaciones; la invención de la lanzadera volante por  Kay, en 1730, que llevó en 1785  al gran telar mecánico  a vapor de Cartwright y al primer gran paso de la acumulación del capital; y el mejoramiento de la metalurgia del hierro y del acero al crisol  por Huntsman, en 1740.
Esos y otros hechos combinados adecuadamente, generaron la llamada “revolución industrial”, un proceso progresivo de cambio de la antigua  sociedad agrícola hacia un mundo empeñado frenéticamente en producir incesantemente  bienes materiales,  transformando intensamente recursos naturales para satisfacer no solo necesidades básicas, sino también secundarias y hasta superfluas.  Así que, a partir del siglo XIX con los ingleses por delante, los humanos construimos, casi sin darnos cuenta, la nueva sociedad capitalista.
Todo lo humano tiene su historia. Por eso si queremos saber la verdad de la humanidad, debemos conocer su historia. Creo que el conocimiento aproximado del contexto en el que se produjo la revolución industrial, abunda a que ésta tuvo relación de causa a efecto  respecto a la primera guerra mundial.
Veamos por qué: los siglos XV, XVI y XVII, fueron tiempos de la hegemonía mundial del imperio español (Carlos V: “En mi reino jamás se pone el sol”), una maquinaria humana que se dedicó a la extracción inmisericorde y genocida de oro, plata y otras riquezas de sus extensas colonias de ultramar, olvidándose de la ilustración, de la ciencia y de la investigación, actividades que si fueron preocupaciones de sus más acérrimos y envidiosos  enemigos.  
Inglaterra, Francia, Portugal y Holanda, lograron ocupar otros territorios ultramarinos en América, África, Asia y Australia. Los tres primeros lograron formar imperios, pero ninguno tan rico como el hispano. Por eso, sobre todo la ultra ambiciosa Inglaterra, dedujo que, además de industrializarse, también debía arrebatar cuanto pudiera a los ibéricos, sobre todo su hegemonía en el mar y el control  de nuevas rutas. Construyeron mejores barcos (400 toneladas) con los que abrieron las nuevas rutas del “Estrecho de Magallanes”, hacia el Pacífico y el “Cabo de las Tormentas”, hacia la India y China, así como produjeron más bienes (textilería y confecciones de algodón)  que empezaron  en sus colonias, así como en las extensas de su rival.
Nótese, pues, que en el reparto del planeta que ocurrió durante los tres mencionados siglos, Alemania y otros países europeos, quedaron casi al margen porque no alcanzaron a convertirse en verdaderas naciones estado. Cuando el imperio español se derrumbó y se consolidó la hegemonía mundial de la Rubia Albión, aún con la pérdida de su colonia norteamericana, los países europeos de segunda línea solo pudieron formar imperios intracontinentales (los llamados centrales: el alemán, el austro-húngaro y el otomano).
De ellos, el más ambicioso, el imperio alemán, sobre la base del carbón y el acero, emprendió entonces una veloz carrera de desarrollo y producción que no podía parar y que había que colocar. No obstante, no podía superar el sólido corsé del cerco proteccionista que Inglaterra, sus aliados y los demás países en proceso de industrialización tendieron para proteger sus propios mercados y los de sus colonias.
Entonces, los germanos vieron claro el camino: retar al poderío inglés y a sus aliados para dominar los mares y los territorios  con  nuevas armas: el submarino diésel-eléctrico, el cañón de largo alcance, la ametralladora, el tanque, el avión y, por qué no, los gases venenosos. No había, pues, ningún otro modo de resolución de ese propósito distinto a la guerra y visto de este modo, el asesinato de Sarajevo, fue solo un pretexto para hacer que su socio, el imperio austro-húngaro, desatara la guerra.

Lo que ni atacantes ni atacados calcularon fue que la guerra también alcanzaría dimensiones industriales. EOR 

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