Serie RECORDANDO
SIN IRA ( I ): LA DEMOLICION DE CANAL 2
Con motivo del Día del Periodista
del 2011
Prologuito
En el curso de mi existencia, he
vivido varias y terribles destrucciones de vidas, edificios, instituciones,
empresas y hasta gobiernos. No puedo olvidarlas completamente pero, a veces,
desaparecen de mi conciencia por largos periodos hasta que algún motivo
catapulta a alguna de ellas al presente, conmoviéndome nuevamente.
Eso es lo que me pasó
recientemente con el caso del camión-bomba que, poco después de las cero horas
del 5 de junio de 1992, demolió gran parte de las instalaciones de la entonces Frecuencia
TV, Compañía Latinoamericana de Radiodifusión S.A. Canal 2 de Televisión, mató
a tres e hirió a 35 compañeros de trabajo.
Esta vez, diecinueve años
después, el catalizador del recuerdo fue la copia de un recorte periodístico
sobre el tema que el ilustrador Luis Sayán Puente, envió vía Facebook al editor
televisivo, el afable “Gordo” Jorge Urbina, con el mensaje: “Para tu álbum, mi
querido "Monitor". Ahí tienes a los bravos, Cortez, Obed Matías,
"El Paiche" Olórtegui, tú, yo y nuestro recordado amigo Alejandro
Pérez”.
Sayán se refería así a una
fotografía que ilustra un amplio informe contenido en una edición del diario La
República que corresponde al año 1993. La foto muestra al grupo aludido por Sayán
en medio de las ruinas del local de Canal 2, preparando el libreto del programa
de emergencia que emitimos aquella luctuosa vez para responder a quienes habían
lanzado el ataque: “No podrán callarnos”. En el centro de la imagen y en medio
del grupo me impresionó verme tecleando una de las Remington de entonces…Nunca
antes había visto esa fotografía.
-0-
5 de junio de 1992
Recuerdo que esa mañana, mientras conducía mi viejo
escarabajo VW con mi hija al lado, marginalmente escuché al locutor de Radioprogramas decir
que una poderosa bomba que había sido montada en un camión, había estallado en la puerta del Canal 2 causando cinco muertos
y más de 40 heridos. Nada más.
¿Canal 2? Realmente confieso que asimilar la noticia me costó dolor físico. Fue como cuando bajo
amenaza de una cuera me veía obligado a tragar purgante cuando niños, allá en
Iquitos, en la selva. También comencé a
sentir punzadas en el cerebro y un
gigantesco vacío en el estómago. La luz verde se encendió en el semáforo del cruce de Universitaria con
Argentina.
Mientras aceleraba el motor del pequeño Volskwagen, instintivamente miré hacia mi
izquierda y en el conjunto de las
primeras planas de los matutinos del
puesto de Venta de la esquina, en una
fracción de segundo, leí: “Vuelan en pedazos
el Canal 2”. Fue una portada verdinegra
no sé si de “Ojo” o de “El Mañanero”. No pude contenerme y lancé una
grosería en voz alta dejando
asombrada y perpleja a mi hija
Alejandra de once años con quien
iba rumbo a su colegio. Eran aproximadamente
las seis y cincuenta.
— ¿Por qué a Canal
2, papá?
La pregunta quedó
flotando dentro del autito mientras remontaba la Universitaria. Sí, ¿por qué
Canal 2? Seguí en silencio. La respuesta era muy larga y complicada para su edad y el momento y yo sólo quería llegar al canal. Además, rápidamente comprendí que
la respuesta apuntaba directamente hacia quienes habían lanzado el ataque. Y
conocer eso, en las terribles condiciones que soportaba el país, demoraría un buen tiempo.
Durante los 12 años
que ya llevaba la guerra interna
peruana, pocos ataques con explosivos,
especialmente con coches-bomba, habían sido reivindicados o aclarados por las autoridades, a pesar de que únicamente
había dos sospechosos: Sendero Luminoso y el MRTA. Esa era una de las
características de nuestra sangrienta y tenebrosa “guerra sucia” que por entonces nadie parecía
ganar. Los bandos sólo contaban sus muertos, día a día, año a
año, acumulando una macabra estadística de sangre y destrucción que tampoco era real. Uno y otro adversario
exageraba u ocultaba las bajas del otro,
en este último caso, literalmente escondiéndolas bajo tierra, en fosas comunes.
¿Sendero o el MRTA?
Mientras conducía, la angustia llegó a residir en la fosa en que se había transformado mi estómago adolorido, contrayéndolo
duramente mientras aceleraba hacia Pueblo Libre.
Por la radio, el
reportero decía en tono desesperado.
–Directo en directo. La policía ha informado hace unos
instantes que la bomba que poco después
de la medianoche casi destruyó las
instalaciones de Canal 2 de televisión tuvo como mínimo seiscientos kilos de anfo, poderoso explosivo hecho con dinamita mezclada con urea
de uso agrícola. Una cantidad dos
veces mayor que la del coche-bomba que
estalló hace dos semanas en el óvalo del centro comercial de San
Isidro.
El reportero insistió
que el ataque había causado cinco muertos, tres de los cuales
eran miembros del servicio de vigilancia interno. Pero no dio ningún
nombre. Describió lo que veía como
una gran destrucción de casi toda la puerta y el muro externo y parte de la fachada del edificio principal,
una casona residencial de dos pisos.
Mentalmente vi la
gran puerta de metal de ingreso de vehículos que nunca fue terminada, abierta como una
lata de conserva de pescado. Imaginé la caseta
de vigilancia y recepción de visitantes, sin techo y con sus paredes
resquebrajadas. Tal vez mucho vidrio pulverizado. Extrañamente no pensé en los
muertos. Hoy, me doy cuenta de que en
aquellos instantes, inconscientemente
ansiaba reducir la probable destrucción a un mínimo tolerable, a tal
punto que mi cerebro dejó intactas a las
oficinas de Contrapunto. Mi hija se quedó angustiada en su colegio. Una sombra de gran preocupación opacaba el habitual fulgor de sus ojos pardos,
siempre alegres.
Enfilé por La Mar
hacia Jesús María hasta empalmar
con San Felipe. La destrucción
saltaba a la vista desde la
cuadra siete de esa habitualmente
tranquila avenida; el gran daño se veía en los grandes ventanales hechos añicos y los destrozados portones y puertas de sus residencias, casonas y edificios.
Varias puertas de cocheras y de
casas habían sido sacadas de
cuajo de sus marcos. El tránsito estaba
interrumpido en Sánchez Cerro. Viré
hacia la izquierda sin lograr aún ver nada de la destrucción, debido a la gran multitud aglomerada frente
al local del canal y al entrevero de vehículos, cuyos conductores
trataban de escapar del embotellamiento.
En Sánchez Cerro los daños eran mayores. Puertas y
ventanas de metal o madera con sus
respectivos marcos habían
sido arrancadas de sus anclajes en las paredes y lanzadas sobre
veredas, jardines y la calzada
por la poderosa onda expansiva de
aire, provocada por el terrible
estallido. El edificio de ocho
pisos de la esquina con Cayetano
Heredia no tenía una sola luna intacta.
Gire a la derecha por Cayetano Heredia,
cuyo pavimento estaba totalmente cubierto
por vidrio molido. Pude
estacionar el autito cerca de la
esquina con Olavegoya y seguí a pie.
Demolición
Al llegar a Olavegoya, la visión que se abrió ante mis
ojos me causó un fuerte dolor
directamente en la base de mi
cerebro. El dantesco cuadro
superaba brutalmente lo que había
imaginado a partir de la descripción del
reportero radial. Dije otra imprecación feroz.
Por encima de las cabezas de la multitud que se estaba
congregando, se veía la fachada de la gran casona semiderruida
como por un bombardeo aéreo. El muro externo y la gran puerta de metal, no existían. La
puerta principal del local principal también había desaparecido y el
dintel se veía como una gran boca sin dientes,
agrandada, deforme y
carcomida como la de un enfermo de
lepra. Pasé a través del gentío y me detuve
cerca del siniestro hueco que la
poderosa explosión había provocado en el
suelo. De la enorme e inacabada puerta de acero de dos hojas y de la barrera
metálica mecánica instalada en el piso, no quedaba ni un trozo. En el techo de la casona
las tres grandes antenas parabólicas seguían orientadas hacia el cielo, pero desequilibradas y maltrechas,
como las alas rotas de
descomunales insectos.
La explosión había destrozado las frondosas copas de las enormes tipas de lo que había sido el jardín. La luz
plomiza que bajaba del cielo
cubierto acrecentaba el ambiente de desolación
y tristeza que envolvía al lugar.
Era un escenario sobrecogedor y perturbador. “Demolición”, fue la única
palabra que mi mente escogió para describir lo que veía. Lo que había sido el patio
principal estaba cubierto por
cascotes y pedazos de madera. En el
centro, tampoco estaba la pileta
ornamental. Hacia la derecha, las oficinas de Contrapunto, 90 Segundos
y Ayer y Hoy, que estaban hechas con material ligero, sólo eran
un montón de escombros de madera y
planchas de eternit. De la gran
tipa que adornaba una pequeña terraza sólo quedaba
el tronco desgajado sin ninguna
rama.
Entonces sentí en todo el cuerpo la sensación más genuina de
mi vida del contacto con el odio
original, la maldad esencial y primitiva que tal
vez antecedió a la raza humana, aún
antes de la creación. En ese
momento comprendí toda la inseguridad, el desasosiego, la
intranquilidad y una vaga sensación de acechanza que me habían embargado
durante los últimos días.
Llaga sangrante
Caminar por el gran
patio fue como pisar una llaga aún
sangrante. El cascajo diseminado, el
polvo que lo cubría todo, el olor a producto químico aún urticante que aún
impregnaba el aire, pero sobre todo el estado y las posiciones inverosímiles en que estaban los vehículos
del servicio de prensa, mostraban
desgarradoramente la enorme
potencia de la bomba y la proyección
radial y cónica de los proyectiles metálicos
que impulsó la colosal explosión. Dos automóviles habían sido
aplastados contra la pared de la
casona. Dos camionetas “Jeep” habían sido volcadas y azotadas una contra la otra. Todos los vehículos estaban retorcidos y comprimidos
como simples latas de agua
gaseosa desechadas.
Los mártires hoy
olvidados
Más allá de las ruinas de
las oficinas de prensa, en la entrada
del gran estudio recién
inaugurado un grupo de
vigilantes conversaba compungido. Avancé
hacia el lugar y me di cuenta de que el
enorme techo del gran set,
se había desplomado
íntegramente. Saludé a los vigilantes
sin ánimo. Chipana, un guardián
alto, dueño de una gran mandíbula cuadrada y párpados caídos, me dijo que los muertos no eran cinco sino sólo tres:
Requis, Hildago y Alejandro Pérez Mesía.
— ¿Alejandro?
— Si, Alejandro
Pérez.
— No jodas.
— Dentro de la casa, compadre.
— ¿Los demás, de “90
Segundos”?
— Los editores están
heridos. El “lobo” está grave. Pero el que está peor es el chofer Serpa. Todos están en el Hospital
Rebagliatti, del Social Social.
Seguí observando el descalabro del enorme estudio construido en la zona colindante con el centro de esparcimiento de los ex subalternos de lo que fue la Policía de Investigaciones del Perú, PIP. Los tijerales habían sido
impulsados hacia arriba por la onda expansiva de la bomba hasta ser arrancados de sus anclajes en lo alto de las columnas de acero revestidas de concreto. Con su
tremendo impulso la onda abrió el techo
lanzando por los aires las planchas de eternit y al diluirse en el aire, hizo que el vasto armazón
se precipitara al suelo
destruyendo la red de
cables de energía, de señales de audio y
video y toda la tramoya de iluminación.
Volví sobre mis pasos
sintiendo por primera vez, casi en carne propia, toda la magnitud de la
“guerra sucia” senderista. Me detuve nuevamente en lo que había sido el jardincito del área de prensa, hoy cubierto por cascotes
y escombros de paredes y techos de
nuestras oficinas. Sin saber a ciencia cierta la dimensión del daño en el
sistema de transmisión del canal, sólo a ojo de buen cubero, calculé que la estación saldría del aire por lo menos unos diez días
o tal vez más. Finalmente, ese era el objetivo
del brutal ataque.
Y, el dueño, ¿dónde
está?
En ese momento, un
técnico que llevaba unos cables en la mano le comentó a su compañero que desde Nueva
York, Baruch Ivcher, uno de los dueños del canal había llamado por teléfono y
luego de saber de los muertos, heridos y los daños había
pedido que hicieran todo lo posible para
saliéramos al aire, como siempre, a la una de la tarde, sea como sea.
Pensé que se trataba de una
balandronada. Si no imposible, tal cosa
parecía difícil. Quizá podríamos salir con una transmisión de
emergencia por unas cuantas horas, para decir: “Aquí estamos, no nos han liquidado. Nos vamos,
pero volveremos”, nada más, porque casi todo estaba en escombros.
El drama particular
de Lucho Sayán
En eso llegó
Lucho Sayán, el ilustrador de
“Contrapunto”. Permaneció en silencio, mirando sin mirar el desastre. Su rostro
se veía cansado, pálido, acongojado, sin poder creer lo que veía. Por fin habló
quedamente:
— Hola, “Paiche”, estás vivo.
— Si hermano, por ahora— le respondí, tratando de suavizar
el instante.
Sayán vivía aproximadamente a un
kilómetro del Canal, en el límite entre Lince y san Isidro. Me contó que instantes antes de la explosión, veía la
televisión junto con su esposa. Por una
de sus ventanas que desafortunadamente
estaba cerrada, le sorprendió una gran
luminosidad de color rojizo con
dirección al canal. Su televisor se apagó
y segundos después cuando trataban de salir a averiguar qué había ocurrido, llegó el
ruido de la terrible explosión junto con
la onda expansiva que hizo añicos las lunas de su ventanal y lanzó varios pedazos contra la espalda de su esposa. Dos astillas
se incrustaron provocándole heridas no profundas, pero que empezaron a
sangrar bastante. Junto con sus
hijos la auxilió y en el automóvil de un
vecino la llevó hasta el Hospital
Rebagliatti, donde la internaron. Cuando regresó a su casa a eso de las cuatro
de la madrugada, cerca de la casa del
editor Stuart, que quedaba a dos cuadras de la suya, vio un pedazo del enorme motor del
camión-bomba que había caído en el lugar lanzado por al terrible estallido.
Después fue al
canal y
lo encontró en escombros. Los bomberos ya habían rescatado los cadáveres
de los muertos y auxiliado a los
heridos. Más no podían hacer hasta que amaneciera. Trató de
ir a dormir, pero no pudo. Después de su relato caminamos lentamente, con
cuidado, hacia los escombros de las oficinas de “Contrapunto”, tratando de
evitar los pedazos de madera con clavos
que estaban regados por todos lados. Los
pedazos de planchas de “fibracreto” de lo que había sido el
techo cubrían gran parte del piso.
Volver a nacer
Aun observábamos la
destrucción en silencio cuando llegó
el camarógrafo Carlos Romero, atinando sólo a hacer gestos de
impotencia, moviendo la cabeza de un
lado al otro. Entonces se acercó Rolando Osorio, el Jefe de Informaciones de “90 segundos”.
Caminaba con paso inseguro y mirada
semiaturdida. Tenía cara de no haber dormido
toda la noche y tres pequeños parches cubrían su mejilla izquierda.
Nos contó que junto
con Justo Linares, Jefe de Redacción
del noticiero, lograron refugiarse detrás del tronco del árbol del
jardincito de prensa. Así salvaron
sus vidas. A él, que desesperadamente logró
parapetarse detrás de Linares, la
explosión lo levantó por los aires
y lo azotó contra la pared de la sala de “Contrapunto”, aturdiéndolo y
dejándolo sordo, mientras toda la edificación se venía abajo sobre él. No
siguió relatándonos más porque tenía
gran interés en buscar algo en el suelo. Se encorvó sobre los escombros.
Romerito le pregunto, — ¿Qué buscas, Rolando. Te podemos ayudar—.
— Mis lentes hermanito. Estoy seguro que están por aquí.
Si no los encuentro estoy fregado. Casi no veo. Eso y la sordera,
son dos cosas jodidas—.
Todos nos pusimos a buscar sus lentes. Romerito los
encontró debajo de unos cascotes,
felizmente intactos. Osorio se alegró bastante
y hasta sonrió con la poca
alegría posible en esos momentos. Limpió
los cristales y se los colocó.
— He vuelto a nacer
y ya puedo ver de nuevo—, dijo sonriendo más ampliamente y se fue con su
caminar aún inseguro. Era evidente que la explosión y todo lo ocurrido lo
habían conmocionado.
Casi veinte años después, el pasado martes 13 de septiembre, a raíz del
recorte periodístico y para recordar sin ira, nos reunimos Lucho Sayán, Jorge
Urbina y yo a desayunar chicharrones en un poco conocido hueco de la cuadra 13
de la avenida José Gálvez, en La Victoria. Cada uno llevando a cuestas nuevas
historias y distintos presentes, ninguno como para decir: ¡Oh, qué bruto por
tanto éxito!, como ocurre en esas películas de recuerdos de amigos que se
reúnen luego de mucho tiempo…
Sayán guarda resentimientos profundos contra el dueño de Frecuencia
Latina que resume en su idea de que
cuando defendió la propiedad de su canal, sus colaboradores de entonces
blandieron el lema: “Lealtad y transparencia”, el cual no resultó sincero del
todo, puesto que varios de tales adláteres terminaron supuestamente
traicionándolo.
–Lo que nosotros hicimos, luego de la destrucción, esa si fue verdadera
lealtad y miren cómo nos pagó, despidiéndonos–, dice con cierta cólera
contenida.
Eso, en realidad, es otra historia.
Maritere
En mi memoria y de modo imborrable, aunque pasajeramente
lo olvide, está también que esa mañana, luego del ataque, llegó Maritere
Braschi, vestida con un buzo y zapatillas. Lloraba y caminaba con dificultad
entre los escombros yendo directamente hacia donde habían estado las oficinas
de Contrapunto. Los vidrios de las ventanas se habían pulverizado, pero la mesa
de reuniones y las máquinas de escribir,
aunque cubiertas de polvo y guijarros se
habían salvado.
Avanzó hacia donde había estado la sala de reuniones. Nos
acercamos en el preciso momento en que hallaba una foto suya en el suelo
cubierta de polvo, cascotes y resquebrajada por el impacto. “Miserables”, murmuró con rabia. Después,
como almas en pena la ayudamos a
recuperar la caja de cartón prensado que
había resistido la hecatombe, cubierta de polvo y cascajo, junto a la
consola de edición, dentro de la cual había guardado sus
videocasetes, su libreto y su cuaderno de apuntes. Recogió su material y lo
llevó a guardarlo en una oficina de lo que había quedado en pie de la casona principal.
A recuperar lo
recuperable
Después comenzaron a llegar los demás trabajadores, periodistas,
camarógrafos y los sonidistas-conductores. A iniciativa del camarógrafo de
“Contrapunto”, “Loco” Vargas comenzamos a remover los escombros del área de
prensa para recuperar lo recuperable. Vargas con sus colegas de “90 Segundos”, ingresaron a los restos de lo que habían
sido los almacenes de equipos de grabación y empezaron a sacar las maletas de aluminio y
maletines azules dentro de los
cuales las cámaras, las videograbadoras y los cassetes felizmente estaban intactos. Los reporteros
hallamos nuestras máquinas de escribir.
Los hermanos Mendel y Samuel Winter, socios propietarios
del canal, llegaron cuando el salvataje de enseres había comenzado y de inmediato se dedicaron con el personal
técnico a evaluar los daños en el
sistema de registro y de envío de señal
hacia el Morro solar y hacia el satélite, para poner la señal del canal en el aire, como de costumbre, a la una
de la tarde. El principal dueño Baruch Ivcher no estaba.
Uno de los primeros en llegar a lo que quedada del canal
fue el alcalde de Lima, Ricardo Belmont
Cassinelli, quien llevó consigo nada menos que un cargador frontal operado por
personal municipal, el cual, de inmediato se puso a remover los escombros. El
Ejército envió otro cargador y tropa que ayudó a limpiar el lugar. Al saber el
propósito de la empresa de emitir a partir de la una, el alcalde Belmont, también
empresario de televisión y los de otros canales, enviaron
equipos de edición y ofrecieron cámaras de estudio.
A las doce y treinta,
el gerente técnico Tito Angulo
informó a Mendel que podíamos
salir al aire, con un switcher rodante
y con las cámaras de estudio en buen
estado. Fue entonces que el director general de prensa Ricardo Muller, quien
había salvado la vida por un pelo durante la explosión, se declaró incapaz de asumir la dirección de
la transmisión y solo aceptó aparecer en
pantalla para dar su testimonio. Luis Iberico, aplastado por la muerte de su
amigo Alejandro Pérez, tampoco quiso
mover un dedo ni dar la cara. Estaba muy apenado. Pero, en medio del
desánimo, Julián Cortez salió al frente:
“No se preocupen, nosotros sacamos el programa y empezó a llamarnos a gritos.
Colocamos la mesa central de Contrapunto en
medio del jardincito lateral,
pusimos sillas, limpiamos nuestras
máquinas de escribir, conseguimos papel y nos pusimos a redactar frenéticamente
los parlamentos. Maritere estaba con la
productora Jessica del Busto limpiando cassetes, cuando Julián se acercó.
— ¡Maritere, en cinco minutos salimos al aire!—, le
dijo entregándole las primeras hojas del libreto. — Vas con Muller —.
— ¡Julián, mira cómo estoy vestida y cómo tengo los ojos, voy a llorar en cámaras! —,
intentó replicar.
— ¡No importa, así es mejor! No estamos en un concurso de
belleza y mejor si lloras...¿Ok?, Sí, creo que es mejor que llores. Reflejarás
fielmente el dolor del Canal y nuestra voluntad de salir al aire. ¡Vamos, no te chupes! —.
A la una en punto,
lanzamos la señal característica de
Frecuencia Dos.
Respondiendo al terror en medio de los escombros
de Canal 2.
–0–
Después de medio kilo de chicharrones, relleno, tamales, camote, pan y
café, Lucho Sayán nos entregó copias del recorte con la foto - para nosotros conmovedora - sobre aquella terrible tragedia, parte de la
última guerra sucia peruana. Hizo que una de las servidoras del local nos
tomara dos fotografías con una vieja cámara que había llevado para registrar la
ocasión.
Mucha agua ha corrido bajo el puente y a pesar de eso, percibo con
pena que, tal como ocurría en 1992, a
los limeños 2.0 de hoy les importa un pepino que los senderistas estén cazando
como a conejos a los militares que sirven en el VRAE, o que los mismos
senderistas de antes o sus herederos traten de asustar con bombas bamba. Ojalá que esta vez este nuevo tiempo de la
indiferencia, no se transforme como en 1992 en el tiempo del horror, el dolor, de la sangre y la muerte.
Lima, 21 de septiembre de 2011.
Elmer Olórtegui Ramírez